02. Compléments bibliographiques

El capitulo faltante de Imperio La reorganización posmoderna de la colonialidad en el capitalismo posfordista

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Nos convoca la pregunta: ¿uno solo, o varios mundos posibles? Quisiera reformular esta pregunta del siguiente modo: ¿es posible compartir un solo mundo en el que varios mundos sean posibles? O para decirlo de otra forma: ¿es posible compartir un mundo en el que coexistan y se complementen diferentes formas de conocer ese mundo? ¿Un mundo en donde la pluralidad epistémica pueda ser reconocida y valorada? Por desgracia, mi respuesta a estas preguntas tendrá que ser un “no provisional”. Y es que hasta el momento, por lo menos durante los últimos 500 años, no ha sido posible el reconocimiento de la pluralidad epistémica del mundo. Por el contrario, una sola forma de conocer el mundo, la racionalidad científico-técnica de Occidente, se ha postulado como la única episteme válida, es decir la única capaz de generar conocimientos verdaderos sobre la naturaleza, la economía, la sociedad, la moral y la felicidad de las personas. Todas las demás formas de conocer el mundo han sido relegadas al ámbito de la doxa, como si fueran el pasado de la ciencia moderna, y consideradas incluso como un “obstáculo epistemológico” para alcanzar la certeza del conocimiento.¿Cómo fue posible que esto ocurriera? ¿Cómo es que una sola forma de racionalidad logró postularse como la única forma legítima de conocer el mundo? ¿En virtud de qué tipo de poder los conocimientos “otros” fueron expulsados del mapa de las epistemes y degradados al carácter subdesarrollado de la doxa? “Colonialidad del poder” es la categoría utilizada por algunos científicos sociales y filósofos de América Latina para describir el fenómeno según el cual, existe en el mundo una rígida jerarquía ente los diversos sistemas de conocimiento. Tal jerarquización no es nueva: hunde sus raíces en la experiencia colonial europea, y específicamente en la idea de que el colonizador posee una superioridad étnica y cognitiva sobre el colonizado. Es por eso que nuestra pregunta por la coexistencia de diversas formas legítimas de producir conocimientos, deberá pasar necesariamente por un análisis de la colonialidad del poder en el mundo contemporáneo. Nuestra pregunta será entonces: ¿vivimos en un mundo en el que las viejas jerarquías epistémicas erigidas por el colonialismo moderno han desaparecido o, por el contrario, asistimos a una reorganización posmoderna de la colonialidad?

En su famoso libro Imperio, Michael Hardt y Antonio Negri (en adelante H&N) ofrecen una respuesta clara a esta pregunta. Su tesis es que las jerarquías moderno/coloniales han desaparecido y que ello abre una oportunidad única para que la multitud genere una pluralidad de mundos posibles frente al mundo único del Imperio. Mi tesis será, en cambio, que el Imperio reactualiza bajo un formato posmoderno las jerarquías epistémicas erigidas en la modernidad, lo cual hace difícil pensar en una democracia radical de la multitud como proponen H&N. Para defender esta tesis procederé del siguiente modo: primero haré una presentación breve de los argumentos que ofrecen H&N para sostener la muerte del colonialismo en el mundo contemporáneo. Luego haré un análisis crítico de estos argumentos, mostrando cuáles son los problemas que presenta la genealogía del Imperio en H&N. Finalmente acudiré a un estudio de caso para mostrar en qué consiste la reorganización posmoderna de la colonialidad en el Imperio.

1. La Era del Imperio

La tesis general de H&N es que tanto el imperialismo como el colonialismo, en tanto que dispositivos propiamente modernos de explotación del trabajo humano, han llegado a su fin, porque hoy día el capital ya no requiere de esas formaciones históricas para reproducirse. Por el contrario, el imperialismo y el colonialismo, que fueron muy útiles durante más de 400 años a la expansión del capital, llegaron a convertirse en un obstáculo para el capitalismo global, razón por la cual estos dispositivos fueron rebasados por la dinámica misma del mercado mundial (Hardt & Negri, 2001: 323).

En primer lugar, H&N asocian directamente al colonialismo con la formación de los estados nacionales en Europa durante el siglo XVII. En este siglo, las elites intelectuales y políticas de Europa se encontraban en una especie de guerra civil porque la “revolución humanista” del siglo XVI [[H&N dicen que esta revolución humanista produjo un tipo de pensamiento inmanente que encontró en el padre Bartolomé de Las Casas a uno de sus representantes más eminentes. Las Casas es visto como un pensador renacentista que se enfrenta a la brutalidad soberana de los gobernantes españoles. Es una vena utópica y anticolonialista que llegará hasta Marx. Pero la visión utópica del renacimiento era también eurocéntrica. Para Las Casas, los indios son vistos como iguales a los europeos “solo en tanto potencialmente europeos” (Hardt & Negri, 2001: 142). Cree que la humanidad es una, no puede ver que son simultáneamente muchas., que había instaurado el “plano de inmanencia”, se encontraba amenazada por la “contrarrevolución ilustrada”. El propósito de esta contrarrevolución era ejercer control sobre los deseos constituyentes de la “multitud” (es decir de la temprana burguesía comercial europea) y establecer mediaciones racionales en todos los ámbitos de la sociedad. En últimas, lo que pretendía la Ilustración era legitimar, a través de la ciencia, la instauración de aparatos disciplinarios que permitieran normalizar los cuerpos y las mentes para orientarlos hacia el trabajo productivo. Pero es justo en este proyecto ilustrado de normalización donde el colonialismo cabe como anillo al dedo. Construir el perfil de sujeto “normal” que el capitalismo necesitaba (blanco, varón, propietario, trabajador, ilustrado, heterosexual, etc.) requería necesariamente la imagen de un “Otro” ubicado en la exterioridad del espacio europeo. La identidad del sujeto burgués en el siglo XVII se construye, a contraluz, mediante las imágenes que cronistas y viajeros habían difundido por toda Europa de los “salvajes” que vivían en América, África y Asia. Los valores presentes de la “civilización” son afirmados entonces a partir de su contraste con el pasado de barbarie en el que viven todos los que están “afuera”. La historia de la humanidad es vista entonces como el progreso incontenible hacia un modo de civilización capitalista en el que Europa marca la pauta sobre todas las demás formas de vida del planeta. El aparato trascendente de la Ilustración procura entonces construir una identidad europea unificada y para ello recurre a la figura del “Otro colonial” (Hardt & Negri, 2001: 149).

Ya en el siglo XIX, una vez consolidada la hegemonía del modo fordista de producción, el colonialismo sigue cumpliendo un papel importante en la reproducción de capital, gracias a la lucha que entablan entre sí los diferentes imperios industriales de Europa. En esta fase, el colonialismo se subordina a la constitución de la sociedad industrial europea y a su necesidad de conquistar mercados exteriores como fuente de recursos. Aquí H&N se pliegan al modo en que la teoría marxista clásica trazó los límites del concepto de Imperialismo. La “era del imperialismo”, según autores como Lenin, Rosa Luxemburg y Eric Hobsbawm, transcurre entre 1880 y 1914, es decir en el momento en que la mayor parte del planeta quedó dividido en territorios bajo el dominio político o comercial de las potencias industrializadas de Europa: Reino Unido, Francia, Alemania, Italia y los países bajos. Estos países competían ferozmente por el control de “zonas de influencia” que pudieran acelerar el proceso de industrialización, competencia que, finalmente, desembocaría en la primera guerra mundial. Desde esta perspectiva, el colonialismo aparece como un subproducto del desarrollo del capitalismo industrial en algunos estados nacionales europeos. Esta situación persiste hasta bien entrado el siglo XX, hasta las dos primeras décadas de la guerra fría, cuando la mayor parte de los países coloniales declaran su independencia frente a Europa, justo en el momento en que el capitalismo empezaba a hacer el tránsito de una economía fordista hacia un modo de producción posfordista.La tesis de H&N es que con el advenimiento del posfordismo, el capitalismo mundial entra en la última y definitiva fase de su historia: el Imperio. En esta nueva fase, el tipo de producción que jalona la economía mundial no es ya la de objetos, como en la sociedad industrial, sino la de símbolos y lenguajes abstractos (Hardt & Negri, 2001: 286-297). No es la fabricación de objetos físicos sino la manipulación de datos, imágenes y símbolos lo que caracteriza a la economía posfordista. Esta hegemonía del trabajo inmaterial requiere que la producción deje de estar atada a territorios específicos y que la fábrica deje de ser la sede paradigmática del trabajo. La globalización no solo ha trasladado la producción fuera de los muros territoriales de la fábrica, transformando radicalmente la relación entre capital y trabajo, sino que ha convertido al colonialismo en una reliquia histórica de la humanidad. En el momento en que el conocimiento se convierte en la principal fuerza productiva del capitalismo global, reemplazando al trabajo físico de los esclavos y al trabajo maquinal de la fábrica, el colonialismo deja de ser necesario para la reproducción del capital.

En efecto, el colonialismo fue una formación histórica que creció en un escenario donde aún podía hablarse de un “adentro” y un “afuera” del capital. En su lógica expansiva, el capital necesitaba conquistar mercados no capitalistas, y eso explica los procesos de colonización europea (Hardt & Negri, 2001: 228-233). Pero cuando el Imperio ha llenado con su lógica todos los espacios sociales, cuando la producción ya no se encuentra vinculada a territorios específicos, cuando el tiempo de las “fronteras abiertas” del capital ha terminado, entonces tampoco hay un “afuera” donde puedan ser aplicadas las categorías de “colonialismo” e “imperialismo”. [[En el pasaje de lo moderno a lo posmoderno, hay cada vez menos distinción entre adentro y afuera. Siguiendo a Jameson, H&N afirman que la dialéctica moderna del adentro y el afuera ha sido reemplazada por un juego de grados e intensidades. “Los binarios que definieron el conflicto moderno se han desvanecido” (Hardt & Negri, 2001: 202). El argumento de que el colonialismo ha llegado a su fin se apoya también en la tesis de que la soberanía moderna del Estado nación ha declinado y cedido su lugar a la soberanía posmoderna del Imperio. Y si el colonialismo fue una creación de la soberanía del Estado nación en Europa, entonces la declinación de esta soberanía conllevaría necesariamente el final del colonialismo. La soberanía en la que estamos viviendo ahora no es moderna sino posmoderna. El colonialismo, en tanto elemento funcional al proyecto de la modernidad, es cosa del pasado. Ya no son necesarias las representaciones coloniales del “otro” para afirmar la identidad europea, puesto que Europa ha dejado de ser el “centro” del sistema- mundo. De hecho, el Imperio, no necesita tener más centros. Según H&N, “nuestro Imperio posmoderno no tiene una Roma” (310), es decir que ya no se divide jerárquicamente en centros, periferias y semiperiferias, como quisiera Wallerstein. Sin centros, sin periferias y sin afuera, el Imperio ya no necesita de las representaciones del “Otro” para afirmar su identidad, porque el Imperio no tiene identidad. El Imperio es liso y espectral: se encuentra en todas partes, sin estar localizado en ninguna a la vez. Por eso, afirman H&N, la “dialéctica del colonialismo” ha dejado de ser funcional hoy en día. [[H&N hablan de una “dialéctica del colonialismo”, propia del proyecto de la modernidad, que consistió en lo siguiente: “La identidad del Yo europeo se produce en este movimiento dialéctico. Una vez que el sujeto colonial es construido como Otro absoluto, entonces puede ser subsumido (anulado e integrado) dentro de una unidad más elevada. Sólo mediante la oposición al colonizado se vuelve realmente él mismo, el sujeto metropolitano” (Hardt & Negri, 2001:152). Es decir que el colonialismo es una “dialéctica del reconocimiento”, tal como lo viera Hegel, pero que hoy día no tiene más sentido porque el Imperio (el amo) ya no necesita afirmarse frente a su “otro” (el esclavo).

Para H&N, las dicotomías territoriales de centro y periferia son obsoletas, porque en el Imperio ya no es posible demarcar grandes zonas geográficas como lugares privilegiados de producción. Existe, ciertamente, un “desarrollo desigual”, pero sus líneas de división y jerarquía ya no se encuentran a lo largo de las fronteras nacionales (324). También en Europa y Estados Unidos está la pobreza y la miseria anclada en sus grandes ciudades, el tercer mundo dentro del primero, mientras que en países del “sur” como la India y Brasil existen elites posfordistas que viven mejor que las del “norte”. Hoy día, el norte y el sur son espacios globales que ya no definen un “orden internacional”. Los principales actores económicos del capitalismo posmoderno ya no son los Estados nacionales sino corporaciones multinacionales que no tienen asiento en territorios específicos. El desarrollo desigual no es territorial, pues “todos los niveles de producción pueden existir simultáneamente y juntos [en el mismo territorio, desde los más altos niveles de tecnología, productividad y acumulación, hasta los más bajos” (324).

Resumiendo: para H&N, la nueva jerarquía del poder global no es entendible si continuamos pensando desde el campo de visibilidad abierto por el concepto de Imperialismo, donde los únicos actores verdaderamente geopolíticos son los estados nacionales que operan según la lógica centro/periferia. La estructura del sistema-mundo posmoderno ya no opera primariamente sobre la base de las relaciones interestatales y de la lucha entre estados metropolitanos por el control hegemónico sobre las periferias. El Imperio no es inglés, francés, árabe o estadounidense, sino simplemente capitalista. Esto explica el reordenamiento de las antiguas divisiones geopolíticas de base territorial (norte y sur, centro y periferia) en función de una nueva jerarquía global de poder, y explica también por qué el colonialismo es un fenómeno del pasado. En el Imperio las antiguas desigualdades y segmentaciones coloniales entre los países no han desaparecido, pero han adquirido otra forma. Son desigualdades que ya no tienen una forma “imperialista” porque tanto el imperialismo como el colonialismo se convirtieron en obstáculos para la expansión el capital (Hardt & Negri, 2001: 323).

2. El lado oscuro de la fuerza

Quisiera proponer una crítica de H&N que rescate algunos elementos de su teoría del capitalismo posmoderno, pero que al mismo tiempo señale sus deficiencias en lo que tiene que ver con el diagnóstico del colonialismo. Formulada en términos positivos, mi tesis será que el concepto de Imperio permite formular un análisis crítico del capitalismo global que suplementa, y en algunos casos reemplaza, el diagnóstico realizado con el concepto de imperialismo. Hay reglas y actores imperiales que siguen siendo los mismos que fueron pensados con el concepto de imperialismo, y en esto tienen razón los numerosos críticos del libro. Pero han surgido otras reglas y otros actores globales que el campo de visibilidad abierto por el concepto de imperialismo no permite ver, y que se están tornando hegemónicos en la economía posfordista. Es aquí donde el concepto de Imperio revela su importancia. Formulada en términos negativos, mi tesis será que la genealogía del Imperio, tal como es reconstruida por H&N, dificulta el entendimiento de fenómenos típicamente modernos que persisten en el Imperio, como son el occidentalismo, las jerarquías epistémicas y el racismo. Desde mi punto de vista, la genealogía del Imperio que proponen H&N es incompleta y debería ser complementada con lo que en este trabajo denomino el “capítulo faltante de Imperio”.

Quisiera comenzar aludiendo a un artículo publicado por Walter Mignolo en el año 2002 titulado “Colonialismo global, capitalismo y hegemonía epistémica”. En ese texto, Mignolo afirma que el concepto de Imperio elaborado por H&N tan solo consigue mostrar una cara de la globalización, su cara posmoderna, ignorando por completo su lado oscuro (Mignolo, 2002: 227). ¿Cuál es el “darker side” de la posmodernidad? Desde hace varios años, Mignolo ha venido trabajando el tema de las representaciones coloniales en el pensamiento occidental moderno. En su libro, The Darker Side of the Renaissance, Mignolo apela al gesto clásico de la teoría crítica moderna: no es posible entender el humanismo renacentista si ignoramos cuáles fueron sus aprioris históricos, es decir sus condiciones históricas de posibilidad. De la mano de Wallerstein, Mignolo dice que la economía- mundo capitalista surgida en el siglo XVI constituye el escenario global en el que se desarrolla el pensamiento humanista del renacimiento. Pero esta economía-mundo viene marcada desde el comienzo por lo que el sociólogo Aníbal Quijano llama una “heterogeneidad estructural”. El dominio económico y político de Europa en la economía-mundo se sostiene sobre la explotación colonial y no es pensable sin ella. Es decir que las grandes obras del humanismo renacentista no pueden ser consideradas solo como un fenómeno “espiritual”, independiente del sistema-mundo moderno/ colonial en el que surgieron. El “oro de las Indias” hizo posible una gran afluencia de riquezas provenientes de América hacia la Europa mediterránea, situación que generó las condiciones para el florecimiento de la “revolución humanista” en el siglo XVI. La “heterogeneidad estructural” de la que hablan Mignolo y Quijano consiste, pues, en que lo moderno y lo colonial son fenómenos simultáneos en el tiempo y en el espacio. Pensar el renacimiento como un fenómeno “europeo”, separado de la economía-mundo moderno/colonial que lo sustenta, equivale a generar una imagen incompleta y mistificada de la modernidad.

Pero esto fue justamente lo que empezó a ocurrir a partir del siglo XVIII. Mignolo afirma que el pensamiento de la Ilustración (Aufklärung) genera lo que el filósofo argentino Enrique Dussel llama “el mito eurocéntrico de la modernidad”. Este mito consiste en la eliminación de la heterogeneidad estructural de la modernidad, en nombre de un proceso lineal en el cual Europa aparece como lugar privilegiado de enunciación y generación de conocimientos. Lo tradicional y lo moderno dejan de coexistir y aparecen ahora como fenómenos sucesivos en el tiempo. La colonialidad no es vista como un fenómeno constitutivo sino derivativo de la modernidad. Esta sería un fenómeno exclusivamente europeo originado durante la edad media y que luego, a partir de experiencias intraeuropeas como el renacimiento italiano, la reforma protestante, la ilustración y la revolución francesa, se habría difundido por todo el mundo. De este modo, el mito eurocéntrico de la modernidad identifica la particularidad europea con la universalidad sin más, y la colonialidad como el pasado de Europa. La coexistencia de diversas formas de producir y transmitir conocimientos es eliminada, porque ahora todos los conocimientos humanos quedan ordenados en una escala epistémica que va desde lo tradicional hasta lo moderno, desde la barbarie hasta la civilización, desde la comunidad hasta el individuo, desde la tiranía hasta la democracia, desde oriente hasta occidente. Mignolo señala que esta estrategia colonial de invisibilización pertenece al “lado oscuro” de la modernidad. A través de ella, el pensamiento científico se posiciona como única forma válida de producir conocimientos, y Europa adquiere una hegemonía epistémica sobre todas las demás culturas del planeta (Castro-Gómez, 2005).

Ahora podemos regresar a la pregunta: ¿por qué razón H&N muestran solamente el lado posmoderno del Imperio, dejando por fuera de consideración su “lado oscuro”? La respuesta de Mignolo es consecuente con sus trabajos anteriores. Así como la colonialidad es la “otra cara” constitutiva de la modernidad, la poscolonialidad es la contrapartida estructural de la posmodernidad. Pero H&N tan solo hablan de la cara “posmoderna” del Imperio, ignorando su manifestación “poscolonial”. De este modo, la heterogeneidad estructural es nuevamente eliminada, privilegiando una visión eurocéntrica del Imperio: El Imperio es posmoderno en el sentido en que la modernidad se transforma acompañada por la transformación de la colonialidad. Este paso no lo dan Hardt y Negri porque para ellos la poscolonialidad es un fenómeno derivativo (y no constitutivo) de la posmodernidad. Su argumento lleva a concluir que para ellos la poscolonialidad significaría el fin de la colonialidad o su superación. No piensan ni sugieren que la poscolonialidad es la cara oculta de la posmodernidad (así como la colonialidad lo es de la modernidad) y, en este sentido, lo que la poscolonialidad indica no es el fin de la colonialidad sino su reorganización. Poscoloniales serían pues las nuevas formas de colonialidad actualizadas en la etapa posmoderna de la historia de Occidente (Mignolo, 2002: 228). [[El resaltado es mío.

El argumento de Mignolo, acertado a nuestro juicio, es que H&N trazan una genealogía del Imperio que no tiene en cuenta la heterogeneidad estructural de la modernidad. Para ellos, la modernidad es un fenómeno europeo que luego se “extiende” al resto del mundo bajo la forma del colonialismo. Así por ejemplo, nuestros autores comienzan su genealogía del Imperio diciendo que todo comenzó en Europa, entre el año 1200 y el 1600 (Hardt & Negri, 2001: 104). [[Es necesario precisar que H&N tienen razón cuando hablan del “renacimiento” como un fenómeno que en parte ocurre antes de 1492, aludiendo a la experiencia republicana florentina teorizada luego por Nicolás Maquiavelo. Sin embargo, hay que decir que la formación del sistema-mundo a partir de 1492 contribuyó a la destrucción de esta primera experiencia democrática en Europa y a la instauración de un plano de trascendencia mundial que se reflejó, por ejemplo, en la imposición de una sola lengua sobre vastos territorios plurilinguísticos al interior de la propia Europa. Aquí se muestra claramente como para H&N, la modernidad se gesta por completo al interior de Europa y se desarrolla sucesivamente a partir de fenómenos intraeuropeos como el Renacimiento, la Ilustración, la creación del Estado moderno, la revolución industrial, etc., hasta llegar a su crisis posmoderna en el Imperio. Lo que ocurre en el resto del mundo, por fuera de Europa, solo interesa a H&N en tanto que consideran la expansión de la soberanía del Estado moderno hacia el exterior de las fronteras europeas. [[Ni siquiera reparan que durante la época que eligen para comenzar su genealogía del Imperio, el siglo trece, Europa no era otra cosa que una pequeña provincia sin importancia, comparada con la gran civilización que se desarrollaba en el mundo islámico (Dussel, 1999: 149-151). Es apenas con el evento fundacional de 1492, cuando aparece el inédito circuito comercial del Atlántico, que Europa se convierte en “centro” de un proceso verdaderamente mundial de acumulación de capital. Su punto de referencia, por tanto, es Europa y no el sistema-mundo, por lo cual ven la “revolución humanista” solo desde su cara moderna, desconociendo su “rostro colonial”. Lo que Mignolo llama “el lado oscuro del renacimiento” continúa siendo invisible para ellos.

Pero, ¿qué pasaría si la genealogía del imperio tomase como punto de referencia la economía-mundo y no el pensamiento y acción de algunos renombrados varones o movimientos culturales europeos? Ocurriría lo que señala Mignolo: sería imposible prescindir de la heterogeneidad estructural de esa economía mundo. Si la genealogía del Imperio comenzara con el surgimiento de la economía mundial en el siglo XVI, entonces no solo tendríamos una fecha de nacimiento precisa (12 de octubre de 1492), sino también un esquema de funcionamiento específico: la mutua dependencia entre colonialidad y modernidad. H&N, sin embargo, no pueden dar este paso porque ello comprometería seriamente su tesis de que la “revolución humanista” de los siglos XV y XVI en Europa fue un fenómeno social constituyente. La tesis de Mignolo, Quijano y Dussel es, por el contrario, que el humanismo del renacimiento fue, primero que todo, un fenómeno mundial (y no europeo) porque se desplegó al interior del sistema-mundo, y segundo, que fue un proceso constituido porque su “línea de fuga” se estableció frente a la cultura teológica de la Edad Media europea pero no frente al capitalismo. No se produjo, entonces, la instauración revolucionaria de un “plano de la inmanencia” en el siglo XVI, como plantean H&N, sino la sustitución de un plano de trascendencia local por un plano de trascendencia mundial.

El silenciamiento de este “lado oscuro del renacimiento” en la genealogía del Imperio tiene graves consecuencias analíticas. La primera de ellas, señalada por Mignolo, es considerar la colonialidad como un fenómeno derivado de la soberanía del Estado nación moderno. Y esta interpretación conduce a otra, todavía más problemática: un vez que esta soberanía es puesta en crisis por la globalización de la economía posfordista, el colonialismo ha dejado de existir. El Imperio conllevaría entonces el “fin” del colonialismo porque los dispositivos de normalización y representación asociados con el Estado moderno han dejado de ser necesarios para la reproducción del capital. Por el contrario, si se toma la economía-mundo del siglo XVI como punto de referencia para trazar la genealogía del Imperio, entonces ya no se puede afirmar que la colonialidad es una derivación del Estado, sino un fenómeno constitutivo de la modernidad como tal. Y esta interpretación conduce a otra, que es la que defenderé en la próxima sección: el Imperio no conlleva el fin de la colonialidad sino su reorganización posmoderna. Esta reorganización imperial de la colonialidad es la otra cara (invisible para H&N) que el Imperio necesita para su consolidación.

Resumiendo, podemos decir entonces que los creadores del concepto Imperio tienen una visión eurocéntrica del mismo que desconoce sus dispositivos coloniales. [[H&N, sin embargo, afirman ser críticos del eurocentrismo. En la sección titulada “Dos italianos en India” contenida en el libro Multitud, cuentan la historia de la visión que tienen Alberto Moravia y Pier Paolo Pasolini sobre la India. El primero trata de entender por qué la India es tan diferente de Italia, mientras que el segundo busca entender porqué es tan similar. Ninguno de los dos, sin embargo, puede escapar a la necesidad de tomar a Europa como criterio universal de medida, cayendo así en una visión eurocéntrica del mundo. H&N afirman que la única forma de salir del eurocentrismo es renunciar a cualquier tipo de norma universal para evaluar las diferencias culturales. Italia y la India no son diferentes, sino que son singulares. Para ellos, la noción de “singularidad” desarrollada por Gilles Deleuze permite abandonar el concepto de “Otredad”, que ha funcionado como piedra angular del eurocentrismo. De lo que se trata, entonces, no es pensar la diferencia cultural como otredad sino como singularidad. Según H&N: “La diferencia cultural debe concebirse en sí misma, como singularidad, sin sustentarse en el concepto del “otro”. De manera similar, debe considerar todas las singularidades culturales, no como supervivencias anacrónicas del pasado, sino como participantes iguales en nuestro presente común. Mientras sigamos considerando estrictamente la sociedad europea como la norma por la que se mide la modernidad, muchas zonas de África, al igual que otras regiones subordinadas del mundo, no serán equiparables; pero cuando reconozcamos las singularidades y la pluralidad dentro de la modernidad, empezaremos a entender que África es tan moderna como Europa, ni más ni menos, aunque diferente” (Hardt & Negri, 2004: 156-157). Pero Mignolo dirá que esta es una crítica eurocéntrica del eurocentrismo porque la exhaltación de la “singularidad” se corresponde precisamente con la reorganización posmoderna de las narrativas coloniales de representación (Mignolo, 2002: 228). El “capítulo faltante de Imperio” tendría que elaborar una genealogía no eurocéntrica para permitir una crítica de las nuevas formas (posmodernas) de colonialidad. A continuación intentaré trazar un esbozo de la forma en que podría lucir esta crítica. Utilizando el concepto mismo de Imperio creado por H&N, mostraré cómo la colonialidad no desaparece en el capitalismo posmoderno sino que es reorganizada bajo una forma “poscolonial”.

3. La (pos)colonialidad del poder

La pregunta que deseo responder en esta última parte es la siguiente: ¿qué ocurre en el momento en que la producción inmaterial – y ya no la producción material asociada con el industrialismo – se coloca en el centro de las políticas de desarrollo? Quisiera mostrar que el concepto de Imperio propuesto por H&N sirve para precisar en qué consiste el cambio que se ha producido en la noción de desarrollo, pero que este diagnóstico debe ser complementado con lo que en este trabajo denomino “el capítulo faltante de Imperio”. El diagnóstico que ofrecen H&N es incompleto porque no toma en cuenta uno de los aspectos fundamentales del poder imperial, a saber, su “rostro poscolonial”. En efecto, en la lista de los cambios estructurales que los autores analizan con gran perspicacia en su libro (de la soberanía moderna a la posmoderna, del imperialismo al Imperio, de la economía fordista a la posfordista, de la sociedad disciplinaria a la sociedad de control, etc.) hay uno que brilla por su ausencia: el cambio de la colonialidad a la poscolonialidad. Quisiera mostrar en qué consiste este cambio, tomando como ejemplo las nuevas agendas globales del desarrollo sostenible.

Durante los años sesenta y setenta, los Estados nacionales – apoyados en el diagnóstico de las ciencias sociales, y en particular de la economía – definían el desarrollo de los países del tercer mundo por referencia a los indicadores de industrialización. Se suponía que el desarrollo económico dependía del desdoblamiento de la industria, de tal manera que el sub-desarrollo correspondía necesariamente a una etapa histórica pre-industrial. Salir del subdesarrollo equivalía entonces a promover el despegue (take off) del sector industrial, lo cual redundaría en un aumento del ingreso per capita, de los índices de alfabetización y escolaridad, de la esperanza de vida, etc. Para los desarrollistas, de lo que se trataba era de generar el tránsito de la sociedad “tradicional” a la sociedad “moderna”, pues suponían que la modernización representaba un continuum en el que el subdesarrollo era la fase inferior del desarrollo pleno. Promover la modernización se convirtió así en el objetivo central de los estados asiáticos, africanos y latinoamericanos durante estas décadas. En ese contexto, se hacía urgente la intervención estatal en sectores claves como la salud, la educación, la planificación familiar, la urbanización y el desarrollo rural. Todo esto hacía parte de una estrategia diseñada por el Estado para crear enclaves industriales que permitieran, de forma paulatina, eliminar la pobreza y “llevar el desarrollo” a todas los sectores de la sociedad. Las poblaciones subdesarrolladas del tercer mundo eran vistas de este modo como objeto de planificación, y el agente de esta planificación biopolítica debía ser el Estado. La función del Estado era eliminar los obstáculos para el desarrollo, es decir erradicar, o en el mejor de los casos disciplinar, todos aquellos perfiles de subjetividad, tradiciones culturales y formas conocimiento que no se ajustaran al imperativo de la industrialización.

No obstante, el antropólogo colombiano Arturo Escobar ha mostrado que hacia la década de los ochenta, la idea del desarrollo industrial se debilita y comienza a ser reemplazada por otra diferente: el desarrollo sostenible. Según Escobar, “La idea de desarrollo, al parecer, está perdiendo parte de su fuerza. Su incapacidad para cumplir sus promesas, junto con la resistencia que le oponen muchos movimientos sociales y muchas comunidades están debilitando su poderosa imagen; los autores de estudios críticos intentan a través de sus análisis dar forma a este debilitamiento social y epistemológico del desarrollo. Podría argüirse que si el desarrollo [industrial está perdiendo empuje es debido a que ya no es imprescindible para las estrategias de globalización del capital” (Escobar, 1999: 128). [[El resaltado es mío.

Según Escobar, el capital está sufriendo un cambio significativo en su forma y adquiere paulatinamente un rostro “posmoderno” (Escobar, 2004: 382). Esto significa que aspectos que el desarrollismo moderno había considerado como variables residuales, tales como la biodiversidad del planeta, la conservación del medio ambiente o la importancia de los sistemas no occidentales de conocimiento, pasan ahora a convertirse en un elemento central de las políticas globales del desarrollo. Para Escobar, el “desarrollo sostenible” no es otra cosa que la reconversión posmoderna del desarrollismo moderno. Esto significa que el desarrollo económico ya no se mide por los niveles materiales de industrialización, sino por la capacidad de una sociedad para generar o preservar capital humano. Mientras que el desarrollo de los sesenta y setenta solo tenía en cuenta el aumento de “capital físico” (productos industrializados) y la explotación de “capital natural” (materias primas), el desarrollo sostenible coloca en el centro de sus preocupaciones la generación de “capital humano”, es decir la promoción de los conocimientos, aptitudes y experiencias que convierten a un actor social en sujeto económicamente productivo. [[Esto significa que ya no basta disponer de abundancia de recursos naturales (capital natural) para desarrollarse. Lo importante ahora es la utilización inteligente de esos recursos por parte de los actores sociales para hacerlos más productivos. La posibilidad de convertir el conocimiento humano en fuerza productiva, sustituyendo al trabajo físico y a las máquinas, se transforma de este modo en la clave del desarrollo sostenible. [[El desarrollo sostenible puede ser definido como “un desarrollo que satisfaga las necesidades del presente sin poner en peligro la capacidad de las generaciones futuras para atender sus propias necesidades”. Esta definición fue empleada por primera vez en 1987 en la Comisión Mundial del Medio Ambiente de la ONU, creada en 1983. Los economistas que se preocupan por el desarrollo sostenible señalan que la satisfacción de las necesidades del futuro depende de cuánto equilibrio se logre entre las necesidades sociales, económicas y ambientales en las decisiones que se toman ahora.

Las reflexiones de H&N avanzan también en esta misma dirección. Para ellos, la producción hegemónica ya no gira en torno al trabajo material, es decir que ya no se funda en el sector industrial y en sus aparatos disciplinarios. La fuerza de trabajo hegemónica hoy día no está compuesta por trabajadores materiales sino por agentes capaces de producir y administrar conocimientos e informaciones. Con otras palabras, la nueva fuerza de trabajo en el capitalismo global se define por su “capacidad de manipular símbolos”. Esto no quiere decir solamente que los computadores y las nuevas tecnologías de la información forman parte integral de las actividades laborales de millones de personas en todo el mundo y que la familiaridad con estas tecnologías se convierte en un requisito fundamental para acceder a los puestos de trabajo. Significa, más aún, que el modelo de procesamiento de símbolos, típico de las tecnologías de la comunicación, se está convirtiendo en el modelo hegemónico de producción de capital. De acuerdo a este modelo, la economía capitalista está siendo reorganizada hoy día con base en el conocimiento que producen ciencias como la biología molecular, la ingeniería genética o la inmunología, y por corrientes de investigación tales como el genoma humano, la inteligencia artificial y la biotecnología. Para H&N, como para Escobar, el capitalismo posmoderno es un régimen biopolítico en el sentido de que construye tanto a la naturaleza como a los cuerpos mediante una serie de bioprácticas en las que el conocimiento resulta fundamental. [[Escobar afirma que “podríamos estar transitando de un régimen de la naturaleza “orgánica” (premoderna) y “capitalizada” (moderna) hacia un régimen de “tecnonaturaleza” efectuado por las nuevas formas de la ciencia y la tecnología” (Escobar, 2004: 387). El desarrollo sostenible es un buen ejemplo del modo en que la economía capitalista se reorganiza de forma posmoderna. Si se parte de que la información y el conocimiento son la base de la economía global (y ya no la producción industrial comandada por el Estado), entonces la falta de acceso a estos recursos se convierte en la clave para explicar el subdesarrollo. No en vano, el capítulo 40 de la Agenda 21, firmada en Río de Janeiro en el marco de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo (1992) [[La Agenda 21 fue uno de los cinco acuerdos fundamentales alcanzados en la Conferencia de Río de Janeiro. Según esta agenda, las naciones firmantes se comprometen a garantizar el “desarrollo sostenible” de sus economías, de tal modo que los recursos naturales puedan ser manejados con inteligencia en orden a satisfacer las necesidades de esta generación sin comprometer el bienestar de las generaciones futuras., establece que “en el desarrollo sostenible, cada persona es a la vez usuario y portador de información”. Esto significa que ya no es el Estado el agente principal de los cambios que impulsan el desarrollo económico, sino los actores sociales mismos a través de su apropiación de recursos cognitivos, pues ello les permitirá impulsar una economía centrada en la información y el conocimiento. Para ser sostenible, el crecimiento económico deberá ser capaz de generar “capital humano”, lo cual significa mejorar los conocimientos, las experticias y la capacidad de gestión de los actores sociales, para que estos los puedan utilizar con eficiencia. El teorema del desarrollo sostenible puede formularse entonces de la siguiente forma: sin la generación de “capital humano” no será posible superar la pobreza, pues esta se debe al aumento de la brecha del conocimiento entre unos países y otros. Según este teorema, un país podrá desarrollarse solo cuando aprenda a utilizar y proteger sus activos intelectuales, ya que éstos son las fuerzas propulsoras de una economía basada en los conocimientos.Esta centralidad del conocimiento en la economía global y en las políticas imperiales de desarrollo se hace más evidente cuando examinamos el tema ambiental, que a partir de la ya mencionada Conferencia de Río se convierte en la columna vertebral del desarrollo sostenible. En efecto, fue allí cuando se firmó el Convenio de la diversidad biológica que obliga a las naciones firmantes a proteger los recursos genéticos de su territorio, ya que estos forman parte del “patrimonio común de la humanidad”. El interés de las Naciones Unidas en la conservación y gestión de este “patrimonio” es claro: los recursos genéticos tienen valor económico y significan beneficios para aquellas empresas que trabajan con tecnologías de punta en el campo de la biotecnología y la ingeniería genética. De este modo, el manejo de información y lenguajes abstractos – lo que H&N llaman “producción inmaterial” – se coloca en el centro de la empresa capitalista posmoderna.

En efecto, la identificación, alteración y transferencia de material genético a través del conocimiento tiene aplicaciones económicas en el campo de la agricultura y en el de la salud. En el sector de la agricultura, la biotecnología trabaja en el incremento de la producción de alimentos mediante la producción de plantas transgénicas más resistentes a plagas e insectos y menos vulnerables a la fumigación con químicos. En 1999, el 90% de la soja producida en Argentina y el 33% del maíz producido en los Estados Unidos eran procedentes de cultivos transgénicos, y este porcentaje aumenta para productos tales como el algodón, el tomate, el tabaco, la caña de azúcar, el espárrago, la fresa, la papaya, el kiwi, la cebada, el pepino y el calabacín. La reconversión biotecnológica del agro es, pues, un negocio redondo para la industria alimenticia, controlada por un puñado de empresas especializadas en la investigación biotecnológica. Lo mismo ocurre en el sector de la salud. La industria farmacéutica se concentra en la producción de medicamentos de base biológica que son utilizados en el tratamiento de enfermedades como el cáncer, la hemofilia y la hepatitis B, sin mencionar la creciente producción de medicamentos genéricos y de psicofármacos. Se estima que el mercado de los medicamentos derivados de extractos vegetales o productos biológicos genera utilidades que oscilan alrededor de los 400 mil millones de dólares anuales, ganancias que se concentran en manos de un reducido número de empresas multinacionales que monopolizan la investigación de punta. [[La investigación en ingeniería genética es muy cara y demanda una gran infraestructura tecnológica, por lo que se encuentra concentrada básicamente en los Estados Unidos, Europa y Japón, pero es financiada en su mayor parte por empresas privadas. El fenómeno observado en los últimos años es la formación de grandes monstruos económicos en este sector. Unas cuantas empresas especializadas en biotecnología absorben paulatinamente a empresas más pequeñas o se fusionan con otras empresas gigantes, hasta formar verdaderos monopolios a escala transnacional que controlan el mercado de la agricultura y la salud de todo el planeta. En el curso de las próximas décadas se estima que media docena de multinacionales controlarán el 90% de la alimentación mundial.

El tema de la biodiversidad nos coloca entonces frente a un sector estratégico de la economía global, seguramente el que redefinirá el tablero de la geopolítica en el siglo XXI, puesto que el acceso a la información genética marcará la diferencia entre el éxito y el fracaso económico. Las empresas multinacionales tienen los ojos puestos en los recursos genéticos, manipulables a través del conocimiento experto, cuya mayor variedad se encuentra en los países del Sur. Por ello, estas empresas han iniciado una verdadera campaña de “lobby” para obtener las patentes de estos recursos, apelando a los derechos de propiedad intelectual (DPI). Antes de la Ronda de Uruguay del GATT [[General Agreement on Trade and Tariffs. en 1993, no existía ninguna legislación transnacional sobre derechos de propiedad intelectual (DPI). Fueron empresas multinacionales como Bristol Meyers, DuPont, Johnson & Johnson, Merck y Pfizer, con intereses creados en el negocio de la biodiversidad, quienes presionaron la introducción del acuerdo TRIP [[La sigla hace referencia a los “Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio” (Trade Related Intellectual Property Rights). Como parte de los acuerdos multilaterales del GATT, los TRIP obligan a los estados signatarios a adoptar un sistema de propiedad intelectual para microorganismos y variedades vegetales. Bajo la presión de las multinacionales a través del gobierno de los Estados Unidos (por ejemplo en acuerdos como el TLC), la concesión de patentes sobre material biológico se presenta como el mecanismo único para la protección de la propiedad intelectual, a pesar de que los acuerdos del GATT no hablan específicamente de ello. Hay otras formas de proteger la propiedad intelectual sin recurrir a las patentes. en las negociaciones. Este acuerdo permite a las empresas un control monopolístico de los recursos genéticos de todo el planeta.La propiedad intelectual es un concepto jurídico de carácter transnacional, amparado por las Naciones Unidas a través de la OMPI (World Intellectual Property Organization), que protege y regula las “creaciones e innovaciones del intelecto humano” como son, por ejemplo, las obras artísticas y científicas. [[ La OMPI cuenta con 177 Estados miembros, tiene su sede en Ginebra y se ocupa de todos los asuntos relacionados con la protección de la propiedad intelectual en el mundo. Supervisa varios convenios internacionales, dos de los cuales (el Convenio de París para la Protección de la Propiedad Intelectual y el Convenio de Berna para la Protección de las Obras Literarias y Artísticas) constituyen el fundamento del sector de la propiedad intelectual. De acuerdo a esta norma, cuando los productos inmateriales conllevan algún tipo de innovación tecnológica que tenga aplicación comercial, pueden ser patentados por sus autores y utilizados como si fueran propiedad privada.[[ Para que una patente sea concedida, el producto intelectual debe satisfacer por lo menos dos requisitos: que sea un invento, es decir que represente una novedad, y que esta innovación tenga “utilidad práctica”, de tal modo que pueda beneficiar a toda la sociedad. Una patente se define como la concesión que otorga el Estado a un inventor para que explote comercialmente su producto de manera exclusiva durante cierto tiempo. En el caso de la biodiversidad y los recursos genéticos, las empresas multinacionales que trabajan con tecnologías de punta pueden alegar legítimamente que cualquier alteración genética de la flora y la fauna implica una actividad inventiva del intelecto que tiene aplicación directa en la industria agraria o farmacéutica y que, por tanto, tiene derecho a ser protegida por patente. Al elevar la pretensión de que el material biológico modificado genéticamente no es ya producto de la naturaleza sino del intelecto humano, las multinacionales reclaman el derecho de patente y reivindican como propios los beneficios económicos de su comercialización. Legitimados así por un régimen jurídico supranacional, los activos intelectuales gerenciados por las empresas multinacionales se convierten en el sector clave para la creación de riqueza en el capitalismo posmoderno.

Pero es justamente aquí donde se revela el “rostro poscolonial” del Imperio. Me refiero al modo en que las nuevas representaciones del desarrollo refuerzan en clave posmoderna las jerarquías moderno/coloniales que establecían una diferencia entre el conocimiento válido de unos y el no-conocimiento o doxa de los otros. Un ejemplo de esto es el modo en que las agendas globales del desarrollo sostenible consideran el tema de los “conocimientos tradicionales”. Las empresas multinacionales saben que al estar asociados con la biodiversidad y los recursos genéticos, los conocimientos tradicionales y sus “titulares” adquieren un fabuloso potencial económico y ofrecen múltiples opciones de comercialización. No es extraño que en el año 2001 la OMPI haya creado un “Comité intergubernamental para la protección de la propiedad intelectual, los recursos genéticos, el conocimiento tradicional y el folclor”, y que en el año 2003 la UNESCO haya declarado que “las comunidades, en especial las indígenas, desempeñan un papel importante en la producción, la salvaguardia, el mantenimiento y la recreación del patrimonio cultural inmaterial, contribuyendo con ello a enriquecer la diversidad cultural y la creatividad humana”.[[http://unesdoc.unesco.org/images/0013/001325/132540s.pdf La “salvaguardia” de los conocimientos tradicionales, ahora convertidos en “garantes del desarrollo sostenible”, no es gratuita. Lo que se busca es poner a disposición de las multinacionales especializadas en la investigación sobre recursos genéticos toda una serie de conocimientos utilizados milenariamente por cientos de comunidades en todo el mundo, para hacerlos susceptibles de patente. Naturalmente, esto obliga a un cambio en las representaciones sobre el otro. ¿En qué consiste este cambio?Sabemos que en el paradigma moderno del desarrollo, los sistemas no occidentales de conocimiento eran vistos como enemigos del progreso. Se suponía que la industrialización generaría las condiciones para dejar atrás un tipo de conocimiento basado en los mitos y las supersticiones, reemplazándolos por el conocimiento científico- técnico de la modernidad. Se creía además que rasgos personales como la pasividad, la indisciplina o la indolencia, asociados quizás a defectos de la raza, dependían en realidad de una “ausencia de modernidad” y podrían ser superados en la medida en que el Estado resolviera problemas estructurales como el analfabetismo y la pobreza. En este sentido, el paradigma moderno del desarrollo era también un paradigma colonial. Los conocimientos “otros” tenían que ser disciplinados o excluidos.

Sin embargo, y como bien lo han visto H&N, el capitalismo posmoderno se presenta como una máquina de inclusiones segmentarizadas, no de exclusiones. Como los conocimientos no occidentales pueden resultar útiles para el proyecto capitalista de la biodiversidad, las agendas globales del Imperio les dan la bienvenida. La tolerancia frente a la diversidad cultural se ha convertido en un valor “políticamente correcto” en el Imperio, pero solo en tanto que esa diversidad pueda ser útil para la reproducción de capital. El indígena, por ejemplo, ya no es visto como alguien perteneciente al pasado social, económico y cognitivo de la humanidad, sino como un “guardián de la biodiversidad” (Ulloa, 2004). De ser obstáculos para el desarrollo económico de la nación, los indígenas son vistos ahora como indispensables para el desarrollo sostenible del planeta, y sus conocimientos tradicionales son elevados a la categoría de “patrimonio inmaterial de la humanidad”. Arturo Escobar lo formula de este modo: “Una vez terminada la conquista semiótica de la naturaleza, el uso sostenible y racional del medio ambiente se vuelve un imperativo. Aquí se encuentra la lógica subyacente de los discursos del desarrollo sostenible y la biodiversidad. Esta nueva capitalización de la naturaleza no descansa sólo sobre la conquista semiótica de territorios (en términos de reservas de biodiversidad) y comunidades (como “guardianes” de la naturaleza); también exige la conquista semiótica de los conocimientos locales, en la medida en que “salvar la naturaleza” exige la valoración de los saberes locales sobre el sostenimiento de la naturaleza. La biología moderna empieza a descubrir que los sistemas locales de conocimientos son complementos útiles (Escobar, 2004: 383-384).

El punto que queremos enfatizar es que la “conquista semiótica” mencionada por Escobar resemantiza, bajo un formato posmoderno, los mecanismos coloniales que legitimaban la exclusión de los conocimientos “otros” en la modernidad. Hablamos en este sentido del rostro poscolonial de la posmodernidad. El “reconocimiento” que se hace de los sistemas no occidentales de conocimiento no es epistémico sino pragmático. Aunque los saberes de las comunidades indígenas o negras puedan ser vistos como “útiles” para la conservación del medio ambiente, la distinción categorial entre “conocimiento tradicional” y “ciencia”, elaborada por la Ilustración en el siglo XVIII, continúa vigente (Castro-Gómez, 2005). El primero sigue siendo visto como un conocimiento anecdótico, no cuantitativo, carente de método, mientras que el segundo, y muy a pesar de los esfuerzos transdisciplinarios de las últimas décadas, es tenido aún como el único conocimiento epistémicamente válido. En ningún documento de entidades globales como la UNESCO se pone en duda este presupuesto. Por el contrario, el documento de la OMPI titulado Intellectual Property and Traditional Knowledge establece que el conocimiento tradicional se halla ligado a “expresiones folclóricas” tales como cantos, narrativas y diseños gráficos, lo cual reproduce la clásica distinción entre doxa y episteme. En ninguna parte del documento se habla de entablar un diálogo entre la ciencia occidental y los saberes locales, ya que no se trata de dos formas equivalentes de producir conocimientos. Entre un biólogo formado en Harvard y un chamán del Putumayo no puede haber diálogo posible, sino a lo sumo “transferencia” de conocimientos en una sola dirección. Por ello, lo que se busca es tan solo documentar la doxa y preservarla (según lo establecido por el Convenio sobre la Diversidad Biológica firmado en 1992) para que luego pueda ser patentada. [[Este convenio obliga a las naciones miembros a salvaguardar territorios ricos en biodiversidad, especies amenazadas de extinción y conocimientos locales relacionados con la conservación del medio ambiente. En relación a este último punto, el CDB establece lo siguiente: “Con arreglo a su legislación nacional, [cada país respetará, preservará y mantendrá los conocimientos, las innovaciones y las prácticas de las comunidades indígenas y locales que entrañen estilos tradicionales de vida pertinentes para la conservación y la utilización sostenible de la diversidad biológica y promoverá su aplicación más amplia, con la aprobación y la participación de quienes posean esos conocimientos, innovaciones y prácticas”. Véase: http://www.biodiv.org/doc/legal/cbd-es.pdf

La praxis de las empresas multinacionales es una muestra clara de que no hemos llegado al “final del colonialismo”, como anuncian H&N, sino que el colonialismo se resemantiza de forma posmoderna. En primer lugar, la investigación en ingeniería genética es muy cara y está dominada por un pequeño número de compañías que operan todas en los países más ricos del mundo, mientras que su “objeto de estudio”, la riqueza biológica de la tierra, se concentra en las zonas tropicales y subtropicales pertenecientes a países pobres. Se calcula que más de 4/5 partes de la diversidad biológica del planeta se encuentra en regiones del antes denominado “tercer mundo”. Colombia, después de Brasil, es el segundo país más biodiverso del planeta, pues allí existen más especies de anfibios, mamíferos y aves que en cualquier otra nación. Con todo, organismos supranacionales como la OMPI y tratados regionales como el TLC buscan eliminar los regimenes nacionales de protección sobre esa biodiversidad y abrir la puerta para que las grandes multinacionales farmacéuticas y agroalimentarias puedan adelantar investigaciones y patentar los recursos genéticos allí concentrados. Todo esto, claro está, con la ayuda de las comunidades locales, a las que se busca seducir con el anzuelo de hacerles partícipes de las ganancias obtenidas por la venta de sus conocimientos tradicionales. Para ello se requiere, sin embargo, la patente, mediante la cual esas empresas pueden controlar los conocimientos y recursos generados por el fabuloso negocio. Basta decir que el 95% de las patentes biológicas es controlado por cinco grandes compañías biotecnológicas, y que las ganancias producidas por el cobro de patentes fueron de 15.000 millones de dólares en 1990.

Las patentes son entonces el mecanismo jurídico a través del cual se legitiman las nuevas formas de expropiación colonial del conocimiento en el Imperio. Vandana Shiva menciona el caso del contrato de bioprospección firmado entre un Instituto conservacionista de Costa Rica y la multinacional farmacéutica Merck en 1991. Esta compañía, con ingresos de 4 mil millones de dólares al año y cerca de 3 mil accionistas en todo el mundo, pagó la irrisoria suma de un millón de dólares a Costa Rica por el derecho exclusivo a investigar, recolectar muestras y catalogar los recursos genéticos presentes en alguno de sus parques nacionales. Esto se hizo sin consultar la opinión de las comunidades indígenas que viven en esa región y sin garantizarles ningún tipo de beneficio. Según Shiva, el mercado de plantas medicinales descubiertas y patentadas por Merck gracias a las pistas facilitadas por las comunidades indígenas y locales se calcula hoy día en unos 43 mil millones de dólares (Shiva, 2001: 101). Algo similar ocurre con el Tratado de Libre Comercio (TLC), que pretende obligar a países ricos en biodiversidad como los de la región Andina, a otorgar garantías legales para la implementación de “corredores biológicos” en los que las multinacionales puedan apropiarse de los genes y conocimientos ancestrales de la población. De este modo, y de firmarse el Tratado en la forma propuesta por los Estados Unidos, el mercado de productos provenientes de la biodiversidad y los conocimientos ligados a ella quedarán bajo el control monopolístico de un par de compañías.

Tenemos entonces que el capitalismo posmoderno, basado en la producción de conocimientos, ha convertido a la biodiversidad en el nuevo “oro verde” de las Indias. La tesis de H&N en el sentido de que no hay “afuera del Imperio” no significa que todos los territorios geográficos han sido ya colonizados por la economía de mercado y que, por tanto, la era del colonialismo ha terminado. Significa, más bien, que ahora el capital necesita buscar colonias posterritoriales para continuar su proceso de expansión. Esas nuevas colonias, si bien continúan asentadas en los viejos territorios del colonialismo moderno, ya no reproducen la misma lógica de ese colonialismo. Su lógica es, más bien, de corte posfordista, porque no son riquezas materiales lo que se busca, sino informaciones contenidas en los genes y en los sistemas no occidentales de conocimiento. Es por eso que ya no se busca destruir sino preservar esos saberes tradicionales, a pesar de que se les mira todavía como formas epistémicamente devaluadas. Y es por eso también que el “valor” que se da al trabajo de las comunidades locales ya no tiene una medida material, como en el colonialismo moderno, sino inmaterial. Su trabajo y su cultura tienen valor en tanto que sirven para producir “conocimientos sostenibles”. Conocimientos que, sin embargo, son expropiados por la nueva lógica del Imperio.

Sorprende entonces que H&N decreten tan apresuradamente la muerte del colonialismo, a pesar de ser concientes de este problema. Considérese, por ejemplo, el siguiente pasaje tomado del libro Multitud: El Norte global es genéticamente pobre en variedades de plantas y, sin embargo, ostenta la propiedad de la inmensa mayoría de las patentes; mientras que el Sur global es rico en especies, pero pobre en patentes. Más aún, muchas de las patentes en poder del Norte derivan de la información extraída de la materia prima genética que se halla en las especies del Sur. La riqueza del Norte genera beneficios en forma de propiedad privada, mientras que la riqueza del Sur no genera ninguno porque es considerada patrimonio común de la humanidad (Hardt & Negri, 2004: 216-217).

Pero en lugar de considerar la biopropiedad como una forma posmoderna de reorganización de la colonialidad, H&N prefieren reflexionar sobre la hegemonía del trabajo inmaterial. No obstante, el paso diagnosticado por H&N del fordismo al posfordismo no significa solo que la producción inmaterial va obteniendo la hegemonía sobre la producción material. Significa, por encima de todo, que estamos entrando a un tipo de economía mundial que ya no se sustenta únicamente en los recursos minerales sino, cada vez más, en los recursos vegetales y biológicos. El 40% de todos los procesos productivos en la actualidad se basan ya en materiales biológicos y la tendencia es creciente. Lo cual significa que sin los recursos genéticos de las regiones pobres del Sur y sin la expropiación alevosa de los sistemas no occidentales de conocimiento, la economía posfordista del Imperio no sería posible. Por ello mismo afirmamos que la colonialidad del poder no ha muerto, sino que tan solo ha cambiado su forma. Lo cual no quiere decir que las formas propiamente modernas de la colonialidad hayan desaparecido, sino que han aparecido otras formas que son afines a los nuevos imperativos de la producción inmaterial.

Volviendo entonces a la pregunta con que iniciaba éste trabajo, ¿uno solo, o varios mundos posibles?, habrá que decir que en las condiciones generadas por el Imperio, las jerarquías coloniales del conocimiento establecidas por la modernidad persisten y hacen difícil pensar un mundo en el que la pluralidad epistémica sea reconocida y apreciada. El capitalismo es una máquina que captura la proliferación de mundos posibles y expropia la producción de conocimientos “otros”. Por eso, la multitud que H&N anuncian con tanto optimismo no es posible ni pensable sin una democracia epistémica en la que la ciencia deje de ser una sierva del capital y en la que diversas formas de producir y transmitir conocimientos puedan coexistir y complementarse. Me refiero a un mundo en el que sistemas no occidentales de conocimiento puedan ser incorporados en los currículos de universidades occidentales, y en igualdad de condiciones, en ámbitos tales como el derecho, la medicina, la biología, la economía y la filosofía. Un mundo en el que, por ejemplo, la cosmovisión Yoruba, la cosmovisión del budismo Zen, o la cosmovisión de los indios cunas, pueda servir para avanzar hacia una ciencia más integral, más orgánica, más centrada en lo común y no en las necesidades del capital. Quizás, entonces, sólo entonces, podamos avanzar hacia un mundo en que muchos otros mundos sean posibles.

BIBLIOGRAFÍA

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