2. Sur l'Argentine

Dificultades y logros de las movilizaciones sociales

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Las declinaciones de la política Version originale de

art1180Durante los ’90, la sociedad argentina atravesó por un proceso de transformación y reducción de la política visible en cuatro declinaciones. La primera y fundamental es que desde un punto de vista societal, desde C. Menem (1989-1999) a la breve gestión de De la Rúa (1999-2001), los sucesivos regímenes mostraron a cabalidad hasta dónde era posible llegar en el proceso de subordinación de la política a la economía.
Por la segunda y “hacia abajo”, en especial, a través del aparato del partido peronista, la política mostró hasta qué punto ésta podía reducirse a la sola gestión de las necesidades básicas insatisfechas. Nos referimos aquí al cambio de la relación entre peronismo y sectores populares, lo cual ya no se realizará tanto a través de los sindicatos, sino de las organizaciones barriales, encargadas de gestionar las necesidades más básicas, ligadas primero a la lucha por la vivienda y los servicios, extendidas después a las demandas de trabajo y asistencia alimentaria. Así, en plena reforma neoliberal, y a través de una política de focalización de la asistencia social, el peronismo pudo garantizar su hegemonía en el mundo popular a partir del armado de una densa red de relaciones territoriales cuyo rasgo mayor fue el clientelismo afectivo; a saber, un vínculo donde convergían la dimensión utilitaria de la política (reforzada por la omnipresencia de las demandas dirigidas hacia las instituciones políticas) y la dimensión afectiva (manifiesta a través de diferentes modalidades de identificación con los líderes -la lealtad y la memoria peronista-).
Tercera declinación: desde arriba, la política se redujo a la proliferación de liderazgos personalistas y decisionistas, que impulsaron el establecimiento de un vínculo mediático con los electores. En fin, y como corolario de todo este proceso, los ’90 se caracterizaron por la autorreferencialidad de la política, no sólo visible en la autonomía de los líderes y los partidos en relación al electorado, sino también en la manifiesta tendencia de la llamada “clase política” a realizar acuerdos secretos, sustrayendo las decisiones políticas, incluso al debate parlamentario.
Así, la separación entre las clases políticas y la sociedad se fue declinando de diversas maneras, aunque sin duda, una de las consecuencias mayores de este proceso haya sido tanto el alto grado de autoreferencialidad de la política y, como tal, su disociación con lo social, como la persistencia – y transformación- del peronismo dentro del empobrecido mundo popular, a través de la focalización de las políticas sociales.

Nuevos actores, nuevas movilizaciones

Al compás de estos cambios, nuevas problemáticas se instalaron en la sociedad argentina, como el aumento de las desigualdades sociales, el empobrecimiento y la desocupación. La radicalidad y vertiginosidad del proceso de reformas estructurales implementadas en los ’90, se expresaron a través de un inédito proceso de descolectivización. Durante esos largos años, un enorme contingente de trabajadores fue expulsado del mercado de trabajo formal, mientras que otro sufrió las consecuencias de la precarización o buscó refugio en las actividades informales, como estrategia de sobrevivencia. Otro grupo compuesto por jóvenes procedentes de los sectores populares y medios, no desarrollaron ningún tipo de vinculación con el mundo del trabajo; apenas si guardan algún contacto con el mundo de las instituciones políticas y educativas, y se hallan cada vez menos incluidos en términos de consumo. Por último, numerosas fueron las mujeres que asumieron la responsabilidad de salir buscar aquellos recursos que aseguraran la subsistencia mínima, sea a través del trabajo doméstico o comunitario.
Sin embargo, desde el fondo de la descomposición social, nuevas formas de organización y de movilización fueron emergiendo. A partir de 1996-97, una parte de aquella Argentina sacrificada por el modelo neo-liberal e ignorada por los medios de comunicación, hizo su irrupción en las rutas del país, impidiendo la libre circulación de personas y mercancías, en demanda de puestos de trabajo. Poco a poco fueron desarrollándose los distintos grupos piqueteras, definidos por fuera y más aún, en confrontación con las estructuras tradicionales del Partido Justicialista, constituyéndose en el fenómeno más novedoso y disrruptivo de los últimos tiempos.
Frente a los nuevos actores (los desocupados) y las nuevas modalidades de protesta (el corte de ruta), los sucesivos gobiernos alternaron la represión y la criminalización de la protesta social con la cooptación y el asistencialismo, a través del otorgamiento de planes sociales, con contrasprestación laboral. Estos planes se constituyeron en los recursos a partir de los cuales los movimientos piqueteros pudieron organizar el trabajo comunitario en los barrios.
Los sucesos de diciembre de 2001 abrieron un nuevo espacio político, marcado por la movilización de otros actores sociales. La consigna “¡Que se vayan todos y que no quede ni uno solo!”, que coreaban las multitudes en medio del ruido de las cacerolas puso de manifiesto el alcance de la ruptura producida en términos de representación política. La apertura hacia un nuevo protagonismo, a la vez social y político, dotó de una mayor visibilidad social a los movimientos piqueteros, al tiempo que fue marcando la vertiginosa emergencia de otras formas auto-organizadas de lo social: asambleas barriales, experiencias de trueque, corrientes contra-culturales en el espacio del arte y la información, fábricas gestionadas por sus trabajadores. A este cuadro habría que añadir las marchas de los enfurecidos “ahorristas” que reclamaban la restitución de los dólares depositados, así como la irrupción de los “cartoneros”, suerte de no-actor social, que recorren la ciudad de Buenos Aires, juntando cartones y residuos, y vienen a refrendar, de una vez por todas, la entrada del país a la extrema pobreza latinoamericana.
A lo largo del año 2002, las intensas movilizaciones sociales, así como la escasa respuesta del gobierno nacional, pusieron en evidencia la distancia entre el mundo de la política institucional y el mundo auto-organizado desde abajo. Piqueteros, asambleístas, ahorristas, organismos de derechos humanos, partidos de izquierda y algunas expresiones del sindicalismo disidente, fueron construyendo un entramado social, recorrido por nuevas solidaridades, pero tambien por múltiples conflictos y tensiones, que lejos estaban de reflejar la posibilidad de una futura articulación política. Banderas y pañuelos de las más variadas expresiones de izquierda, coloreaban las manifestaciones, y hasta la histórica Plaza de Mayo se volvió a llenar de gente, aunque a diferencia de otras épocas, no había cánticos peronistas ni adhesión a ningún líder popular. Todo parecía indicar que el final del régimen estaba cerca: lo afirmaban con arrogancia aquellos que defendían la línea “insurreccional”, clamando por un nuevo “argentinazo”, aunque también era sostenido por las corrientes más variadas del autonomismo.
En resumidas cuentas, el 2002 fue a todas luces un año excepcional, con toda la carga ambigua que posee el término: la Argentina se deslizó por la mas grave crisis política, económica y social de su historia, al tiempo que se descubrió como una sociedad profundamente movilizada que buscaba recuperar su capacidad de acción.

La concepción de la política

Entre diciembre de 2001 y abril de 2003 -fecha de las elecciones presidenciales- se sucedieron varios hechos importantes que pusieron de relieve el alto grado de fragmentación, así como la negativa predisposición a la articulación entre los distintos actores sociales movilizados, muchos de los cuales tendieron a sucumbir a las pugnas políticas o partidarias, cuando no a la feroz competencia de liderazgos.
Estos avatares actualizaron las diferentes concepciones que de la política circulaban tanto en el movimiento piquetero como en el espacio de las asambleas barriales. Para referirnos a esta problemática, permítasenos utilizar libremente la imagen del “puente” y de la “puerta” de G.Simmel, considerado el pensador de la “disociación” por excelencia. Digámoslo brevemente: mientras que “el puente” contiene la idea de vínculo y ligazón, a través del reconocimiento del movimiento de separación como momento instituyente, la alegoría de “la puerta” implica la afirmación de la escisión y conlleva la imagen del repliegue, del cierre, aun si parte de una apertura originaria. Así, a través de la figura del “puente” se vislumbran aquellas posiciones de centro y centro-izquierda que, en medio del desencanto, postulaban la necesidad de recomposición del sistema político, a través de una democracia más “participativa”, y apuntaba por ello a recuperar los espacios del estado. A través de la imagen de la “puerta” se alude a aquellas posiciones que se sitúan en el campo de las izquierdas, y postulan la separación con respecto al sistema político representativo, en sus diferentes modalidades: a) a partir de la afirmación de una democracia directa y de la construcción de esferas de contrapoder (en el límite, una suerte de sociedad paralela, por fuera de las estructuras institucionales); b) o de doble poder (en diferentes niveles y esferas, como etapa ineludible en la lucha por el poder), o bien, c) aquella que postula la sustitución del orden vigente (acelerada por entrada a una “situación revolucionaria”, según el diagnóstico de ciertos partidos de izquierda).
A su vez, estas diferentes concepciones deben enmarcarse dentro de un clivaje mayor, el que, por ejemplo, dentro del espacio asambleario dió cuenta de un conflicto entre las líneas más autonomistas (a la que adherían tanto los vecinos independientes, partidarios de una reforma del sistema institucional, hasta aquellos proclives a un compromiso más radical, pero sin encuadre partidario), y las líneas partidarias (encabezado por las diferentes corrientes del trotskismo).
Digamos de paso que quienes crearon la consigna “que se vayan todos” fueron las clases medias movilizadas, cuya decepción y orfandad política ya se había hecho notoria en las elecciones legislativas de octubre de 2001, a través del voto en blanco e impugnado. Así, las asambleas barriales fueron las legítimas herederas de las jornadas de diciembre. Sin embargo, como hemos dicho, desde el inicio este espacio multidimensional aparecía atravesado por diferentes tensiones, cuya persistencia y cristalización ponían en riesgo aquella dinámica inaugural. Un año después de las jornadas de diciembre, el estallido de las mismas (la concepción de la política, así como el eje referido a la autonomía o vínculo con los partidos), da cuenta de otro escenario: así, mientras que algunas asambleas fueron hegemonizadas por partidos de izquierda; otras buscaron un modelo de referencia político, dentro de las corrientes autonomistas del movimiento piquetero, evolucionando hacia una dinámica propia de los MTD (movimientos de trabajadores desocupados); o bien hacia un movimiento socio-cultural; por último, una porción importante se disolvió, tras encontrar escollos insuperables no sólo en las disputas ideológicas internas, sino también en la imposibilidad de dotar de cierta eficacia política a las demandas por una nueva institucionalidad.
A diferencia del resbaladizo movimiento de asambleas, en diciembre de 2001, el movimiento piquetero contaba ya con un importante trabajo de recomposición social-comunitaria. Así, pese a su marcada heterogeneidad, ya era un actor plenamente constituido. El ciclo de movilizaciones lo catapultó al centro de la escena politico-social, al tiempo que le permitió desarrollar un vínculo con otros sectores sociales, en especial, con las clases medias movilizadas.
Sin embargo, hubo giros importantes al interior del espacio piquetero. Entre 1997 y 2001, éste había tenido dos protagonistas mayores: por un lado, las líneas masivas, de corte sindical, vinculadas a las centrales y sindicatos disidentes, CTA -Central de Trabajadores Argentinos y la CCC -Corriente Clasista y Combativa- (que articulan una inusual pero sólida asociación entre un reformismo de centro-izquierda, con un sindicalismo clasista ligado al partido maoísta); por otro lado, las líneas autónomas, lideradas entonces por un grupo guevarista (Movimiento Teresa Rodríguez) y por el autonomismo radical (Movimientos de Trabajadores Desocupados de la Coordinadora Anibal Verón)[[Aclaramos que los nombres -Aníbal Verón y Teresa Rodríguez- corresponden a manifestantes asesinados por las fuerzas de seguridad durante los cortes de ruta realizados en las ciudades petroleras, donde nacen los primeros movimientos piqueteros.. Luego de diciembre de 2001, la línea más institucionalizada (la sindical), decidió pactar una tregua con el gobierno de Duhalde, distanciándose visiblemente de las corrientes autónomas. Por otro lado, pese a que durante años se habían negado a participar, realizando duras críticas a los grupos piqueteros (acusándolos de caer en la “trampa asistencialista” del estado) los partidos de izquierda (trotksistas y comunistas) decidieron ingresar al espacio piquetero, apropiándose, de manera vertiginosa, de sus métodos de acción.
En junio de 2002, un hecho de represión feroz, que culminó con el salvaje asesinato de dos jóvenes piqueteros en el Puente Pueyrredón (acceso sur a la ciudad de Buenos Aires), pertenecientes a los MTD de la Coordinadora A.Verón, conmocionó a la sociedad argentina y generó masivas marchas de repudio. El hecho revelaba un plan por instalar un estado represivo, pero su fracaso reorientó la política del gobierno, que tuvo que llamar a elecciones generales anticipadas, al tiempo que debió adoptar una línea más “legalista” en el tratamiento de la “cuestión piquetera”. El cambio de escenario conllevó también una mayor visibilidad del autonomismo en la escena nacional, profundizando la afinidad electiva que ya se venía dando entre éstos y las clases medias movilizadas.
El año 2002 encontró pues, de un lado, a las poderosas organizaciones territoriales ligadas al sindicalismo disidente, muy proclives a tender “puentes” con el gobierno peronista; del otro lado, a las organizaciones autónomas y partidos de izquierda, dispuestos a converger en el plano reivindicativo y anti-represivo, aunque no proclives a desarrollar otros ejes de articulación política.
A principios de 2003, el espacio de resonancia abierto luego de los asesinatos de junio, entre los movimientos piqueteros y las clases medias progresistas, comenzó a estrecharse de manera vertiginosa. Pese al descrédito de los partidos tradicionales, una demanda de “normalidad institucional” iría ganando las voces de aquellos que unos meses atrás habían acompañado las movilizaciones, exigiendo “que se vayan todos. Una suerte de hastío ciudadano frente al corte de ruta como formato de protesta, fue tomando mayor visibilidad. En fin, las razones son múltiples: para algunos resulta evidente que tanto el divisionismo como la falta de cooperación interna entre los actores movilizados, indicaban una tendencia hacia el encapsulamiento y la auto-referencialidad, que antes se había objetado a la repudiada “clase política”. Otro dato no menor es que, pese a su debilidad, el gobierno de Duhalde supo construir las alianzas políticas y económicas necesarias para controlar una situación social altamente explosiva, pudiendo arribar, a mediados de año, a una relativa estabilidad macro-económica.
En febrero de 2003, el gobierno realizó una fuerte embestida contra los movimientos sociales, a través de una ola de desolojos brutales que tuvieron por objetivo los espacios recuperados por las asambleas barriales, las fábricas recuperadas por los trabajadores y el encarcelamiento de conocidos dirigentes piqueteros del interior del país. Estas acciones represivas apuntaban tanto a instalar la idea de que las elecciones generales venían a clausurar un ciclo social y político, así como pretendían borrar las “marcas” visibles de la auto-organización y autogestión de la sociedad.
Las elecciones generales llegaron en un clima de rara indiferencia. La fragmentación era tal que, luego de un año y medio de movilizaciones, las encuestas realizadas semanas previas daban como favoritos al ballotage a dos candidatos de la derecha (C.Menem y Lopez Murphy). Frente a este cuadro apocalítptico, fueron sin duda los votos “últiles” de las clases medias progresistas (ligadas al siempre volátil campo de la centro-izquierda) los que llevaron al segundo puesto al actual presidente N.Kirchner, en la primera vuelta, detrás del renunciado C. Menem.
Sin embargo, los resultados mostraron también hasta dónde era necesario relativizar la crisis de representación política desatada hace un año y medio, pues el peronismo, pese a su fragmentación, supo asegurarse -una vez más- la adhesión de los sectores populares. Y aún las bases de aquellas corrientes piqueteras que habían llamado al voto en blanco o “programático, se inclinaron por los dos candidatos menos conservadores del partido peronista, entre ellos, al actual presidente. Por último, aquellos partidos de izquierda que, como el trotskismo, se presentaron a elecciones, cosecharon los peores resultados de su historia.
En definitiva, las elecciones generales corroboraron la persistencia del peronismo en los sectores populares, augurando una suerte de “peronismo infinito” -sobre todo, frente al colapso de otros partidos tradicionales-, tanto como advirtieron sobre los posibles riesgos de aislamiento de las nuevas movilizaciones sociales.

Los efectos positivos de la acumulación

Más allá de las altas expectativas que el ciclo de movilización abierto en diciembre de 2001 despertó en ciertos sectores sociales y en numerosos observadores externos, creemos que el saldo acumulado es sin duda positivo y ello pese a todas las dificultades señaladas. En primer lugar, hay que destacar la importancia del movimiento de asambleas barriales en el nuevo proceso de recomposición social: éstas no sólo trajeron consigo la posibilidad de la creación de espacios de solidaridad, a partir de los cuales (re)construir los lazos sociales, socavados y mercantilizados tras una década de neo-liberalismo, sino que se convirtieron en un interesante espacio de cruce entre los diferentes actores políticos y sociales movilizados. En este sentido, hay que reconocer que, más allá de las defecciones, existe todo un sector de las clases medias movilizadas que ha seguido profundizado las vinculaciones con otras universos y experiencias sociales, desde piqueteros, cartoneros, hasta trabajadores de empresas recuperadas.
Esto último se vincula con una segunda cuestión, visible en la conformación de una nueva generación de jóvenes cuadros militantes, cuya formación política y compromiso social, evoca el talante de décadas pasadas. El campo de las izquierdas muestra así una gran riqueza: el autonomismo reconoce nuevas voces, entre ellas una ascendente línea “movimientista”, de fuerte inspiración basista, que se coloca entre las fortalecidas corrientes guevaristas y un “situacionismo” de inspiracion negrista, debilitado en el campo piquetero, pero fuertemente instalado en las asambleas barriales que sobrevivieron. El mayor desafío lo enfrenta el maoísmo, que ha construido una de las experiencias piqueteras y sindicales más interesantes, pero cuyos vínculos con la centro-izquierda más institucionalizada tienden a vaciarlo de su potencialidad disrruptiva.
En tercer lugar, la movilización ha fortalecido una dinámica recursiva que apunta -aunque de manera muy incipiente- a erosionar las relaciones tradicionales de género: así, las mujeres, que desde el inicio tuvieron un protagonismo central, por ejemplo, dentro del movimiento piquetero, comenzaron a aventurarse en el campo de la representación, tratando de superar la trampa de la autolimitación femenina, así como los importantes dispositivos patriarcales, tan presentes en las organizaciones populares.
Por último, el intenso trabajo comunitario ha ido desembocando en la exigencia de dotar de mayor espesor a las experiencias de autogestión, en los más diversos campos. Más allá de las divergencias en los planteos estratégicos, el hecho de que la autogestión sea la marca más visible de las movilizaciones sociales (movimientos piqueteros, fábricas recuperadas y movimientos de vecinos, expresiones contraculturales), nos trasmite claramente el lugar que aquella ocupa en la “nueva política”.
Sin duda, la búsqueda de construcción de una nueva hegemonía peronista de la perte del nuevo presidente, N.Kirchner, ésta vez bajo el signo de la centro izquierda, presagia nuevos dilemas para la construcción política de los movimientos sociales. Por un lado, recoloca la búsqueda de una nueva institucionalidad en el campo del sistema político -y no ya en la sociedad movilizada-, al tiempo que tiende a reducir el espacio de “legitimidad” de la protesta social, frente a la opinión pública. Por otro lado, pese a que la nueva gestión está lejos todavía de consolidarse, resulta claro que ha despertado una enorme expectativa en amplios sectores de la sociedad, que ya no levantan como consigna el “que se vayan todos”, sino que claman por el retorno a una “normalidad institucional”.
En suma, los logros que en términos de recomposición social y política han realizado los diferentes movimientos sociales en los últimos tiempos han sido importantes, pero no por ello menos frágiles. Con menos discursos triunfalistas, posiblemente con mayores riesgos de cooptación, seguramente con menor visibilidad social, la etapa que se abre trae consigo nuevos desafíos, entre los cuales se destaca la tarea de profundizar la experiencia de la autogestión, así como la necesidad de ir buscando nuevos cruces y articulaciones políticas.