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Recordemos brevemente algunos antecedentes básicos. A partir de la salida de la última dictadura militar (1983), en la Argentina hubo, al menos, dos grandes cuestiones recurrentes en lo que refiere a dinámicas de politización.
De un lado, la profundización de un modelo neoliberal (privatización de empresas públicas, apertura de importaciones, desindustrialización, debilitamiento del mundo sindical y aumento exponencial de la desocupación, quiebre de las economías provinciales, reprimarización económica, hegemonía del mundo financiero, des-financiación de los sistemas jubilatorios, educativo y de salud pública, y sucesivas crisis de pago de la deuda externa con los organismos internacionales de crédito, que hicieron de cada ministro de economía un buen alumno de las recetas del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial). Del otro, la lucha creciente contra las políticas de impunidad con que los gobiernos posteriores a la dictadura beneficiaron a los cuadros de las Fuerzas Armadas, de la iglesia, a los funcionarios civiles y al empresariado (también de los grandes medios de comunicación) involucrados en el genocidio.
Como se puede observar claramente, estas dos líneas encuentran un origen común en el modo en que el capitalismo argentino concibió su reestructuración a partir de la crisis de los años setentas y el desafío de las luchas populares.
El sistema político bipartidista (Unión Cívica Radical y el Partido Justicialista –peronista–) estuvo a cargo de regular en lo esencial ambos procesos, gestionando un consenso institucional cada vez más alejado de un nuevo ciclo de luchas que comenzó a hacerse evidente durante el segundo período de gobierno de Menem. Entre 1996-1998 se activaron las protestas locales de empleados públicos a quienes se les retrasaron los pagos salariales y se produjeron las primeras puebladas violentas en los centros políticos de algunas provincias. También se iniciaron entonces los movimientos de protesta de las ciudades que dependían de grandes empresas como Yacimientos Petrolíferos Fiscales, condenados a desaparecer con el cierre de sus instalaciones y del ferrocarril (también privatizado). Por último, comenzaron a organizarse los nuevos movimientos de desocupados, que participan de las puebladas del interior del país y también se organizan en torno a la Ciudad de Buenos Aires generalizando los piquetes o cortes de ruta. Como parte de este proceso de repolitización social habría que incluir también a los movimientos campesinos que no sólo luchan por sus tierras y dan lugar a la articulación de una producción cooperativa, sino que sobre todo acumulan experiencias de lucha contra la ampliación de la frontera sojera, a la vez que se vuelven portadores de imaginarios de lucha indígeno-campesinos vinculados a los grandes movimientos del continente.
Esta renovación activista de la cuestión social se articula con la innovación de las luchas en torno a los derechos humanos, que tienden a abarcar cada vez más conflictos contra el “gatillo fácil” de la policía contra jóvenes de las periferias, la invención de los “escraches” contra los cuadros impunes de la represión, y la elaboración de una narrativa de las luchas de las décadas anteriores que se enlaza con las más amplias dinámicas de politización.
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No es posible comprender la crisis argentina del 2001 atendiendo sólo a variables macroeconómicas. La dinámica de la lucha social (que se fue multiplicando durante la crisis: los nodos de los clubes del trueque, la recuperación de fábricas quebradas por sus trabajadores, etc.) anticipó, preparó y pudo atravesar la crisis ampliando cada vez más su repertorio de iniciativas, hasta incluir a las clases medidas urbanas (el fenómeno de las asambleas barriales 2001-2003) expropiadas en sus ahorros por el corralito bancario del gobierno de la Alianza (1999-2001).
Durante las jornadas del 19 y 20 de diciembre del 2001, todos estos sectores ocuparon la ciudad de Buenos Aires, en medio de cacerolazos y cortes de calles, mezclando sus demandas, y dando lugar a la consigna callejera generalizada: “Que se vayan todos, que no quede ni uno sólo”.
El período inmediatamente posterior a la caída de la Alianza estuvo caracterizado por la llegada al gobierno del peronismo: Eduardo Duhalde es elegido entonces por un acuerdo parlamentario, no por elecciones. Su gestión se propuso estabilizar la crisis por medio de la devaluación de la moneda (fin de la convertibilidad un peso/un dólar que había garantizado la estabilidad inflacionaria durante los años ´90) y la masificación de los planes sociales para desocupados. Sin embargo, la represión de los movimientos sociales que terminó con el asesinato de dos militantes piqueteros, Dario Santillán y Maximiliano Kosteki, obligó a adelantar el llamado a elecciones y mostró la incapacidad de estabilizar el conflicto político.
Así, en el 2003 fueron las primeras elecciones nacionales tras la crisis. Los dos partidos políticos mayoritarios se fragmentaron. Tres candidatos provenientes de la Unión Cívica Radical compitieron contra tres del peronismo, saliendo primero, con menos del 30% de los votos Carlos Menem y en segundo lugar, con menos del 25% Néstor Kirchner, apoyado entonces por el presidente Duhalde. Convocada a la segunda vuelta, Carlos Menem desistió de su candidatura y Kirchner debió asumir sin un verdadero apoyo electoral.
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El gobierno de Kirchner fue contemporáneo de una rápida recuperación macroeconómica basada en los precios internacionales de los granos (sobre todo de la soja, ya desarrollada a partir de la siembra directa y todo el “paquete tecnológico” asociado a esta modalidad) y el postergado consumo interno. Sus esfuerzos estuvieron dirigidos a renovar –sobre todo en el terreno simbólico discursivo– los modos de concebir la relación entre gobierno y movimientos sociales, como parte de un movimiento más general de recuperación de autoridad para las instituciones del estado, en un contexto de crisis de legitimación de los partidos políticos y los discursos neoliberales. Esa gestualidad se concretó especialmente apelando al recurso del lenguaje de la lucha de los años setentas y, en el terreno de los derechos humanos, con la derogación de las “leyes de impunidad”, la consiguiente reapertura de los juicios a los cuadros de la represión y un amplio reconocimiento a los organismos de derechos humanos. De un modo menos acabado, el gobierno promovió a su modo una relación activa con varios movimientos sociales de desocupados, absteniéndose de acudir a la represión para tratar con los movimientos que se mantuvieron a distancia o en la oposición.
Pero estas innovaciones, en el terreno de la gobernabilidad, no fueron nunca puras ni completas, sino que se desarrollaron en modo paralelo a un esfuerzo mayor por recomponer, bajo su hegemonía, el viejo esquema sindical y político del peronismo, fundamento de su poder territorial, parlamentario y electoral.
No es posible dar por hecho el cuadro de este período sin mencionar, al menos, la conquista, en el contexto de América Latina, de una autonomía geopolítica inédita y de una renovación de los estilos de gobierno regionales, determinados por las resistencias de los movimientos sociales al consenso neoliberal. En este contexto el gobierno realizó una festejada renegociación de la deuda externa.
¿Qué ocurrió desde entonces con la experiencia de los movimientos sociales que desarrollaron sus luchas contra la gobernabilidad neoliberal de los años 90? Simplemente se fragmentaron sus perspectivas, que siempre difirieron en cuanto a sus horizontes de desarrollo. De un lado, hubo movimientos que apostaron a la inclusión en los espacios abiertos por el gobierno. Estos grupos acentuaron su presencia pública, sus estructuras y su inserción relativa, y por momentos precaria, en el proyecto de una aún incipiente nueva gobernabilidad. Los sectores pertenecientes al clásico marxismo-leninismo siguieron apuntalando estrategias insurreccionales, desapareciendo lentamente de la escena. Y los sectores que apostaron por una autonomía social y política debieron resolver, con suerte diversa, las aporías de una etapa de fuerte retracción de la movilización social, que se produjo en forma simultánea a la recuperación de las redes sociales apuntaladas desde el estado.
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En diciembre del 2007 asumió Cristina Fernández de Kirchner, luego de ganar en primera vuelta con casi el 50% de los votos. Poco antes, en la ciudad de Buenos Aires, había ganado las elecciones el candidato de la derecha neoliberal, que en la segunda vuelta conquistó casi el 60% de los votos contra el candidato del gobierno.
Las premisas explícitas del nuevo gobierno nacional se fundan en la idea de un (impreciso) nuevo pacto social y político de cara al bicentenario del estado nacional (2010), en procura de institucionalizar la gobernabilidad entre los actores sociales y económicos, sobre la base de una orientación neodesarrollista, la integración continental y la recuperación de la soberanía del estado nacional, la construcción de una economía industrial exportadora, el combate a la pobreza y la continuidad de los logros a nivel de los derechos humanos, quedando relegado el protagonismo de los movimientos sociales.
El día 11 de marzo del presente año el nuevo ministro de economía anunció modificaciones al régimen de retenciones a la exportación de granos, volviéndolas móviles y aumentando las alícuotas. La radical oposición a la medida de las cuatro organizaciones patronales agrarias (que van de la tradicional y oligárquica Sociedad Rural, a la organización que históricamente representó a los pequeños productores, la Federación Agraria) organizó un conflicto que duró unos cuatro meses, dando lugar a una extensa movilización social, que finalmente se resolvió en el parlamento –a partir del envío del decreto del poder ejecutivo a debate legislativo–, con la derrota del gobierno en la cámara de senadores.
Por mucho que lo parezca a la distancia, este conflicto, tanto por su magnitud como por sus implicancias y sus efectos, no fue un conflicto más. Una breve reseña de algunos de sus aspectos se hace necesaria. La racionalidad de fondo de la política de las retenciones es compartida por todos los actores: el crecimiento de la economía argentina apoyado, entre otras cosas, en la enorme renta agraria sustentada sobre todo en la siembra directa de soja. El principal argumento del gobierno para modificar el régimen de retenciones fue considerar que la suba internacional de precios de la producción que exporta el tecnologizado campo argentino exige regulaciones que mantengan precios razonables para el mercado interno de alimentos.
Las principales objeciones de los sectores exportadores, opositores a la medida, fue: a) que había que segmentar las retenciones según pequeños, medianos y grandes productores; b) que había que articular una política agropecuaria integral; c) que el gobierno quería obtener recursos para sostener su legitimidad en base a la expansión del gasto público y el subsidio a otros sectores del capital.
Durante el conflicto las organizaciones agrarias que reúnen a pequeños, medianos y grandes propietarios comprometidos en el negocio de la soja se opusieron al aumento de las retenciones desarrollando modos de lucha heredados de la fase previa al 2003: asambleas, cortes de ruta y piquetes, el uso de las cacerolas para manifestarse en las ciudades, escraches a legisladores del gobierno y retóricas de autoorganización contra el estado. El gobierno y sus apoyos, junto a los intelectuales que se organizaron para apuntarlo argumentativamente, desplegaron en su defensa, tres líneas discursivas fundamentales: la idea de que las retenciones eran redistributivas y se dirigían a combatir la concentración del ingreso, que la lucha contra las retenciones era golpista, y que había que enfrentar a una nueva derecha mediático-sojera recuperando imaginarios y lenguajes de las luchas populares de las décadas previas.
La dinámica del conflicto fue produciendo una polarización de imaginarios que cada vez más fueron alejándose de la discusión original, y acumularon a su alrededor demandas y alineamientos afectivos. Del lado de las organizaciones rurales se fueron incluyendo los opositores a las innovaciones (por más tímidas que fueran) del gobierno, como también otros actores con sus conflictos específicos, que se benefician con un gobierno debilitado. En defensa del gobierno, queda dicho, se movilizó una parte de la intelectualidad, el aparato estatal, una fracción del peronismo (que se fracturó con este conflicto), los organismos de derechos humanos, los movimientos sociales encolumnados con el gobierno y los sindicatos.
La negociación legislativa de la ley que derivó en la derrota del gobierno, reavivó el juego de los fragmentados partidos políticos, especialmente a partir de la fractura del peronismo. Y, a la vez que frustró las banderas que agitó el gobierno (en particular: regulación estatal y redistribución social), dejó la iniciativa política del lado del bloque neoliberal puro y en su eventual capacidad de organizar una fórmula capaz de enfrentar las elecciones legislativas de 2009 y las presidenciales de 2011.
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Sin embargo, el rasgo más sorprendente del reciente conflicto es, a nuestro juicio, un cierto desfasaje –difícil de pensar– entre la agitación de pasiones y razones que acompañó la pugna de intereses y sensibilidades, y una sensación de inconsistencia política que no acaba de adecuarse a una dinámica de tanta convulsión social.
Esta sensación inicial nos lleva a preguntarnos si realmente “ha vuelto la política”, como anunciaron una serie de análisis y posicionamientos que circularon en relación a la dinámica de los últimos meses. Para esto, no partimos de una consideración de las intenciones personales de cada uno de los actores visibles de este drama, sino que buscamos comprender la eficacia de las alianzas políticas y sociales desplegadas. Son ellas las que nos muestran avances o retrocesos en la constitución de nuevos protagonismos colectivos.
Desde nuestra perspectiva, percibimos un impasse, a partir del atascamiento de las dos dinámicas más novedosas que pusieron en crisis la legitimidad del neoliberalismo duro. Nos referimos, por un lado, a las nuevas experiencias colectivas surgidas en torno a los movimientos sociales (desde fines de los 90 al estallido del 2001) y, por otro (a partir del 2003), a la tentativa del gobierno nacional de interpretar algunos de los núcleos instalados por estos movimientos.
Estamos entonces ante el debilitamiento de la compleja variedad de interrogantes sociales que formularon las luchas, tanto en su irrupción como en sus repliegues y persistencias: preguntas en torno al trabajo asalariado, la autogestión, la recuperación de fábricas y empresas, la representación política, las formas de deliberación y decisión, los modos de vida en la ciudad, la comunicación, la soberanía alimentaria y la lucha contra la impunidad y la represión. Paralelamente enfrentamos la crisis del modo en que el gobierno reconoció estas preguntas —si bien en términos reparatorios: es decir, bajo la forma de demandas a compensar—, al tiempo que subsisten, en muchos aspectos, los mismos actores y dinámicas del largo período de la introducción y difusión del neoliberalismo.
El efecto más visible de este impasse es que la participación callejera, el recurso a la asamblea y el cuestionamiento a la mediación política hoy no vienen de parte de quienes pugnan por crear modos de reapropiación de los bienes comunes, sino de quienes defienden (por acción u omisión) la captura privada de la renta global. Y que en esta coyuntura intervienen directamente en la definición de una nueva gobernabilidad pensada menos como la disputa del aparato del estado y más como el gobierno de los procesos concretos (ya sea a través del control de los circuitos económicos como de la gestión de las subjetividades).
En el fondo está en juego el modo mismo de plantear la cuestión democrática, más allá de los términos economicistas (que hacen del aumento del consumo el único indicador de su contenido), pero también de su reducción institucionalista. Todas estas variantes, igualmente interiores al paradigma liberal, excluyen la perspectiva de la reapropiación social de lo común surgida de la agenda de los movimientos a nivel regional.
Constatamos así la paradoja de una «vuelta de la política» junto a una despolitización de lo social: en el mismo momento en que se evocan referentes éticos de las luchas transformadoras como parte de un movimiento mayor de legitimación estatal, se devalúan los diagnósticos que estas experiencias pueden ofrecer como perspectiva de comprensión de la «situación actual».
En lo que nos toca de manera directa, verificamos el atascamiento de la dinámica constructiva de los espacios autónomos de enunciación, capaces de desestabilizar y antagonizar con el neoliberalismo. Pero tal constatación no tiene el sentido de esperar, nostálgicos, un “retorno” del protagonismo de aquellos movimientos. Más bien busca reafirmar los puntos de apertura y conflicto que sigue mostrando el escenario político a partir de insistir en las prácticas que mantienen un horizonte de reapropiación de los bienes colectivos.
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En estas semanas vimos aparecer públicamente la cuestión de la soberanía alimentaria que los movimientos campesinos e indígenas vienen desarrollando desde hace años, lo que da cuenta de la existencia de un acumulado de saberes y experiencias como virtualidad posible de ser convocada y aprovechada. Pero, al mismo tiempo, se advierte la dificultad de traducir estas iniciativas en políticas concretas.
El hecho de que esta propuesta no haya sido claramente definida y desplegada en el debate público es un índice de la debilidad actual de los sujetos que la impulsan, y habilita su utilización retórica en escenarios muy disímiles. Pero quizás sea también el síntoma de que se trata de una cuestión que no resiste ser limitada a un planteo “sectorial”.
La soberanía alimentaria cuestiona el vínculo que subordina los bienes comunes a la dinámica del mercado mundial. El principal desafío de esta nueva soberanía –aun con las ambigüedades que plantea este término– es politizar la cuestión del hambre y del consumo, para combatir la manipulación de las poblaciones por parte de las instituciones y las empresas. No se trata de definir quién le da de comer a los pobres. Tampoco de elegir las mejores estrategias para capturar una porción del mercado mundial de los alimentos. El clientelismo y el marketing son el lenguaje que utilizan los biopoderes para gestionar lo social. Basta constatar cómo los comedores populares y los subsidios al desempleo dejaron de ser herramientas de reconstrucción comunitaria para convertirse en instrumentos de normalización; o la manera en que los hipermercados y los centros comerciales se volvieron el espacio público por excelencia de la ciudad.
La soberanía alimentaria no es simplemente una propuesta “de los campesinos”. Se trata más bien de un nuevo enunciado que surgió en los procesos de lucha contra el neoliberalismo y que precisa de quienes habitan en las ciudades para su concreción y desarrollo.
Por otra parte, está en juego también la onda expansiva de algunas realidades indígenas, en la medida en que han consiguiendo “actualizar” la fuerza de sus tradiciones. El caso más conocido es Bolivia, donde la soberanía alimentaria fue incluida como uno de los primeros artículos de la nueva Constitución del Estado, y donde (más importante aún) una verdadera maquinaria social comunitaria penetró en las ciudades a través de las migraciones y sus complejos circuitos productivos y de comercialización.
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El actual contexto sudamericano exige valorar sin ambigüedades sus novedades. No hay lugar para la indiferencia cuando las elites tradicionales amenazan los procesos de democratización social. Volvamos a mencionar a Bolivia ya que, al respecto, su situación es paradigmática.
Ya es un lugar común destacar que América del Sur vive una suerte de anomalía en relación al contexto reaccionario de muchos de los gobiernos de otros continentes. Pero esta singularidad suele adjudicarse más al signo de los gobiernos que al proceso –mucho más rico, interesante y prometedor– abierto por los nuevos sujetos sociales. De allí que toca a los gobiernos de la región evitar toda tendencia al cierre sobre sí mismos, olvidando las redes comunitarias que son el origen de su legitimidad, el principal recurso de recomposición de lo social, y fuente de nuevas posibilidades.
Si leemos el actual conflicto argentino a partir de estas coordenadas podemos distinguir en qué sentido las retenciones a las exportaciones no necesariamente conllevan una distribución de la riqueza. No se trata de confiar en la voluntad del gobierno o descreer de sus buenas intenciones, sino de explicitar que sólo la reapropiación social de la decisión y el control sobre lo que se produce, puede dar lugar a un cuestionamiento del modo de acumulación neoliberal. Sin este reconocimiento, la mencionada apelación a la soberanía alimentaria surgida de las luchas campesinas no dejará de ser una teatralización fallida e instrumental.
Todo problema recibe las soluciones que se merece en virtud del modo como ha sido planteado. La sobreactuación de la «vuelta del estado» como sinónimo de la vuelta de la política transformadora, conlleva una renegación de la experiencia de los movimientos y se muestra completamente insuficiente a la hora de comprender y enfrentar los fenómenos de degradación actual de lo social.
La verdad de esta «vuelta» del estado ha quedado a la vista: un gesto que se presenta como voluntad redistributiva abre un conflicto que pone en tela de juicio la propia autoridad estatal. Una mirada del trasfondo de la situación política actual nos permite resituar los términos de la conflictividad entre, por un lado, los aparatos de captura y mediación del valor social (con particular visibilidad en la acción de los medios de comunicación, a la que ha apostado acríticamente el gobierno todos estos años) y, por otro, las redes que —en sus ensayos de recomposición de lo social— constituyen una fuente virtual de prácticas alternativas de elaboración de sentidos e instancias organizativas.
Hasta ahora, el equipo de gobierno ha sabido leer los signos de una sociedad lastimada tras décadas de neoliberalismo, terror e impunidad. Y ha operado por la vía de una reparación simbólica y, hasta cierto punto, económica. Esta reparación se ha efectivizado en un doble sentido. Ha habilitado una narración «curadora», tras una historia de muerte e hipocresía, pero ha implicado también un «licenciamiento» del protagonismo social que se fue instituyendo en sucesivos ciclos de luchas, en la medida en que se pretende «gobernar» en su nombre. Las lecturas reactivas de los sucesos del 2001 que reniegan de la capacidad material de reinvención social son más un factor de debilidad que un gesto de fuerza política, en la medida en que omiten una potencia decisiva —virtualidad real, micropolítica, adyacente a toda realidad cotidiana— que no puede ser plenamente concebida sin superar la fase «reparatoria».
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Las preguntas que la sociedad se autoformuló a comienzos de la década siguen pendientes y requieren de una vuelta real, efectiva, de lo político, que no se percibe actualmente por fuera de la escena mediática.
El escenario, el lenguaje y los modos expresivos involucrados en este drama significan tanto o más que las palabras pronunciadas. Por eso resulta vital señalar la comodidad política que supone aceptar el monopolio mediático de la producción de enunciados, cuestionando sólo sus contenidos ideológicos. La democratización social no puede limitarse a la dimensión del consumo, ni se construye con gestos e intervenciones completamente afines a la racionalidad del espectáculo.
La mediatización es la causa y el sostén de una «vuelta de la política» que tiene como paradójico efecto la despolitización, pues centraliza la atención social y difunde «posibles» prefabricados. No se trata sólo de la preponderancia alcanzada por lo medios de comunicación masiva más concentrados, sino también de la devaluación de los lugares de producción de prácticas y pensamientos que exigían, al discurso político, la creación de colectivos de enunciación.
El límite más evidente que constatamos en el escenario actual es precisamente la inexistencia de un cauce para la movilización y el pensamiento que no sea el que dispensan los grupos encuadrados en la política de gobierno, o el que está siendo articulado por las redes de una nueva derecha pretendidamente post-ideológica.
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No hay sitio para la nostalgia. Nuestra imagen de la recomposición de lo social no puede quedar ”fijada” a las formas que cobraron visibilidad durante diciembre de 2001. Del mismo modo que los discursos y estilos de los movimientos revolucionarios de los años setenta no deberían inhibir el surgimiento de nuevas maneras de comprender lo político. Estas dos secuencias de la historia reciente son un reservorio de imágenes y recursos colectivos para las luchas por venir. Todo lo contrario sucede cuando el pasado deja de ser un punto de partida para volverse horizonte insuperable.
Entonces: ¿cómo atravesar un momento de impasse sin recurrir a falsas (y fáciles) polarizaciones ni a imágenes nostálgicas? ¿Cómo discernir en este estado de suspensión la disposición silenciosa del pensamiento y las luchas como signos de politicidad?
El movimiento de reapropiación de lo común existe en las prácticas colectivas de enunciación capaces de retomar, de una manera nueva, las preguntas referidas al trabajo (y a la explotación social: precarización y condición salarial), la gestión urbana (ghetificación y privatización) y la representación política (en base a la gestión de los miedos y las angustias productoras de nuevas jerarquías). Estos interrogantes se traman hoy en la coexistencia problemática de una retórica pro-estatal y una persistente normatividad neoliberal capaz de reglar los procesos productivos (mundo laboral, usufructo de los recursos naturales, privatización de los espacios públicos).
En el reverso de esta trama se constituye el territorio conflictivo de elaboración (efectiva y potencial) de nuevos sujetos políticos.
Sobre la base de imaginarios que surgen de la crisis de las instituciones y la representación política (verdadera marca presente del 2001) es posible la reapertura de una conflictividad política que tenga como trama la materialidad de nuevos sujetos sociales y que, por tanto, no quede limitada a la defensa o al pedido de reposición de la viejas instituciones.
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Se desprenden, entonces, una nueva serie de preguntas que requieren ser abiertas y desarrolladas. Planteamos, para terminar, cinco hipótesis de inicio de este nuevo terrero de investigación.
• Si la apropiación del valor (explotación de recursos naturales, del trabajo) se organiza a partir de la apropiación de una renta global (tecnológica, de la tierra, bancaria, inmobiliaria), es preciso comprender la esfera propiamente financiera ya no sólo como un espacio puramente económico, sino también como un nivel más en el que se organiza la gobernabilidad directamente política.
• En este espacio abstracto-complejo se recombina el valor producido por una amplia multiplicidad de actividades y cuencas de cooperación social. Cuando tanto el salario como el precio de los alimentos se deduce de la complejidad de los dispositivos propiamente financieros, la crisis de alimentos –empujada por el modelo sojero– no puede circunscribirse al juego de distribución de la tierra entre diferentes actores del “campo”, sino que atañe directamente a la metrópoli y a sus diferentes sujetos.
• De allí que un nuevo ciclo de politización no dependa tanto del mapeo de conflictos previos, como los del 2001 y sus sujetos, para forzar continuidades con la situación presente. Y que, más bien, parezca previsible una nueva subjetividad política a partir de percibir el agotamiento de ciertas relaciones de poder propias de la fase de estabilización neoliberal. Cada una de estas crisis o desacoples empuja, de un lado, al capital a organizar nuevas formas “de gobierno”; pero, por otro, desafía también a la imaginación de un nuevo espacio de subjetivación.
• De aquí la necesidad de re-mapear ante cada crisis la naturaleza de la grieta abierta, y de las subjetividades emergentes, como anticipo de hipótesis de politización. Se desprende de esto el reto de renovar las iniciativas de militancia de investigación, pensadas en relación a esta nueva fase.
• Por último: constatar la exigencia de determinar los nuevos territorios y su relación con procesos inmateriales que los abren y recorren y que forjan situaciones de lucha e invención. Estas novedades precisamos comprenderlas a partir de la complejidad abstracta en la que el capital se reorganiza, pero también a partir del nivel de un espacio-tiempo del acto, donde se ensayan regulaciones e imaginarios que evitan la reterritorialización estatal y la impotencia frente a los nuevos recursos de gobernabilidad capitalista.
Así como la política depende de la salud de una amplia movilización social autónoma, precisa de una movilización de ideas. Pero el pensamiento político no se agota en la refutación de la imagen de una “distancia crítica” (idea tradicional del saber). El desafío más inmediato consiste, en este terreno, en desinhibir la perspectiva crítica capaz de exponer la crisis de las relaciones de poder promovidas por el neoliberalismo (estado y mercado) atendiendo al potencial subjetivo de las nuevas resistencias.
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